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Circula en las redes sociales un video que muestra a Joaquín Phoenix en el momento de recibir un Oscar por su actuación en “Jocker”. Aunque la publicidad sobre ese filme ha sido casi atosigante, nunca se me ocurrió ir a verlo: supuse que está fuera del círculo de mis intereses. No obstante, el conmovido discurso no ha dejado de llamarme la atención.
En el mes de abril del año que acaba de morir, una noticia increíble se difundió vertiginosamente por las redes antes de que los medios tradicionales pudieran reaccionar, y en un santiamén el mundo entero tuvo ante sus ojos la evidencia del desastre: un incendio se había declarado en Notre Dame, y aunque sus muros de piedra resistían, su techumbre ardía como solo puede arder la leña seca. Paralizados por el asombro y el dolor, millones de personas alrededor del planeta no sabían qué hacer ni cómo reaccionar; pero no tardaron en circular también las noticias de las donaciones para reconstruir el incomparable monumento. Coleccionistas millonarios, fundaciones, institutos y toda una serie de entidades y gobiernos comprometían sumas sorprendentes y demostraron que, a pesar de todo el pragmatismo materialista que nos corroe, todavía existen quienes son capaces de valorar los tesoros de la cultura humana. En pocas horas, el gobierno francés ya contaba con los recursos necesarios para la indi
Imaginemos que nos encontramos en una situación crítica que nos obliga a desprendernos de la mayor parte de nuestras pertenencias, contentándonos con aquellas que para cada uno de nosotros son indispensables, seleccionadas sin embargo en el mínimo plazo de una hora. ¿Con qué nos quedaríamos? Muchos (tal vez yo mismo) incluirían su LapTop junto a los adminículos de aseo, y algunos agregarían algún implemento deportivo (una pelota, una pesa, quizá una bicicleta); otros optarían por los retratos de familia; otros, por un azadón y una pala… Yo empezaría por los libros, pero me vería obligado a seleccionar aquellos que son para mí indispensables, sin que en mi selección constituya ningún canon y admitiendo que hay muchos autores a los que tendré que renunciar dolorosamente.
En una carta de diciembre de 1869, Charles Eliot Norton escribió estas palabras: “Que nuestro período de economía de empresa, libre concurrencia e ilimitado individualismo represente el estadio más alto del progreso humano es más que dudoso; a veces, cuando considero el presente orden social europeo (para no decir nada del americano), dañoso igualmente para las masas altas y bajas, me pregunto si nuestra civilización sobrevivirá a la acción de fuerzas confabuladas para destruir muchas de las instituciones que encarna, o si no habremos de pasar por otro ciclo de decadencia, caída, destrucción y renacimiento, como el que se produjo en los trece primeros siglos de nuestra era, y no me entristecería en exceso que así fuese. Nadie que de verdad conozca lo que es la sociedad en nuestra época puede creer que merezca la pena conservarla sobre los fundamentos actuales”.
Las navidades de mi infancia olían a musgo y villancicos; tenían el sabor de la novena y los pristiños, y la ilusión de los juguetes se iba empequeñeciendo cada día a medida que avanzaba la narración de aquella jovencita que, acompañando a su marido, iba buscando posada en todas partes para no encontrarla en ninguna.
No recuerdo un elogio de la libertad que supere la belleza del poema “Liberté” que Paul Eluard publicó en 1942, cuando media Francia estaba sometida a la ocupación y la otra mitad había optado por la Resistencia. En ella militó el poeta y su poema fue arrojado desde un avión clandestino. “Sur mes cahiers d’écolier / Sur mon pupitre et les arbres / Sur le sable sur la neige / J’écris ton nom…” (“Sobre mis cuadernos de escolar / sobre mi pupitre y los árboles / sobre la arena sobre la nieve / yo escribo tu nombre…”). La libertad era entonces la gran ilusión de los franceses; ese anhelo, esa intensa aspiración que acompañaba sus pasos, sus palabras, sobre todo sus palabras.
Después de “revolución” y “socialismo”, quizá no exista en nuestro tiempo otra palabra que haya perdido su prestigio tanto como “ideología”. Equivocadamente o no, las tres se encuentran vinculadas a algunos de los peores desengaños que han tenido los países de nuestra América en los tiempos recientes. Más todavía, las tres remiten a los fracasos que al terminar el siglo sufrieron los países del Este europeo, cuyo ascenso y ocaso se consumó en menos de cien tortuosos años.
Benjamín Carrión fue un optimista incorregible. Gabriela Mistral le llamó “fervoroso”, y efectivamente lo fue hasta los últimos años de la fabulosa década de los sesenta, pero entonces advirtió la presencia de negros nubarrones en el cielo de América, y su optimismo empezó a vacilar. La década siguiente le trajo, una por una, las noticias de los desastres que entonces empezaron a abatirse sobre nuestro continente, y le sobrevino el desaliento: esa misma América que estuvo desde el comienzo en el centro de su atención, apareció enferma ante sus ojos. Era la misma a la que él había dedicado su primer libro y el tercero –“Los creadores de la nueva América” (1928) y “Mapa de América” (1930)–; la misma que había recorrido llevando a su pequeña patria como una flor en el ojal, tal como Adoum escribió un día; la misma que, al comenzar el siglo, la pluma armoniosa de Rodó había encarnado paradójicamente en Ariel, genio del aire. Y esa misma América parecía sucumbir en aquellos días bajo las bo
Lunes, 5 a.m. Mientras espero las noticias, reviso unas páginas de la Historia de Riquer y Valverde. Ellos dudan de la veracidad del conocido relato según el cual, cuando volvió a Salamanca después de sus cuatro años de cárcel, Fray Luis de León habría comenzado su lección con las palabras “Dicebamus heri” (“decíamos ayer”), como si nunca se hubiera ausentado ni hubiese sido condenado por la Inquisición como culpable del “delito” de haber traducido el Cantar de los Cantares. Es probable que los historiadores tengan razón, porque a su regreso, el famoso agustino ocupó una cátedra teológica y no la de Escrituras que antes había sido suya (Hist. Lit. Universal, IV, 378). Sin embargo, me gusta pensar en el maestro que empieza su lección como si la anterior hubiese sido dictada la víspera, aunque le separasen de ella cuatro años de aislamiento y de penurias. Me gusta pensarlo, porque tal es el comportamiento de quien tiene el corazón bueno, libre de odios y rencores, y sabe que tenerlo es m
He visto desde lejos los acontecimientos de las últimas semanas y me he sentido abrumado por su exceso. Aunque mi vida ha sido larga, mi memoria no registra ninguna movilización semejante en duración, volumen ni violencia.
Debo haber tenido doce o catorce años cuando le confesé a un amigo que iba a escribir una novela. “¿Una novela?” -me preguntó sorprendido. “Sí” -le dije, y sin más empecé a contarle el argumento que había pensado. Era una mala copia de alguna de las novelas policiales que los dos leíamos entonces: un caballero que amanecía muerto en su despacho, un detective que empezaba a hacer preguntas al sobrino, a la nieta y a la mucama del difunto, y por supuesto, al mayordomo misterioso… Pero mi amigo me interrumpió con una sonrisa burlona y me dijo: “No te olvides que no estamos en Inglaterra”. Y como aseguré que mi novela estaría ambientada en Quito, él me cortó al afirmar que aquí no había asesinatos ni mayordomos misteriosos. Y era cierto.
Con su enorme trenza sobre el pecho, vistiendo como si hubiera salido de casa para ir a la escuela, Greta conmovió al mundo entero al exclamar “¡Cómo se atreven!”. Lo hizo entre lágrimas al dirigirse a los líderes del mundo en Nueva York en la Cumbre del Clima en Naciones Unidas. En toda la extensión del planeta no hubo conciencia honesta que no se estremeciera: las indignadas palabras que esa frágil muchachita había pronunciado sin eufemismos diplomáticos ni hipócritas rodeos, resonaban en todas partes como un dramático reclamo a las generaciones adultas que no habíamos logrado lo que el sentido común señalaba como nuestra primera obligación: cuidar la casa en que habitamos. “Estamos en el comienzo de una extinción masiva –dijo Greta– y de lo único que ustedes pueden hablar es de dinero. ¿Cómo se atreven?”.
“Después de rodeado nuestro Colegio Máximo con soldados, a la madrugada del día 20 de agosto de 1767, tocó la campanilla de la portería a las cuatro y media de la mañana, el Sr. Presidente de la Real Audiencia, Dn. José de Diguja,….”.
Cuatro son los pilares que sostienen eso que llamamos democracia, pero ninguno es una realidad hecha y terminada: son más bien como tareas de cuyo cumplimiento depende que pueda nacer y crecer lo que desde el principio es su finalidad. Como todo lo que vale en este mundo (Dios, el amor, la alegría, la belleza) esos pilares tienen un enorme ingrediente de ficción, y esa es su paradoja.
Al filo de la medianoche del 9 de agosto de 1944, cuando el doctor Velasco Ibarra despachaba febrilmente los últimos documentos que había decidido firmar como Jefe Supremo, Benjamín Carrión logró que firmara el decreto 707 mediante el cual fue fundada la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Esta fundación fue para el Ecuador lo mismo que para un náufrago el hallazgo de un tablón: después de la humillación que había sufrido en Río de Janeiro, el Ecuador encontraba en la cultura la posibilidad de reivindicar sus valores. No se trataba, ciertamente, de una solución real para los gravísimos problemas de un país acosado por la pobreza y los desatinos de una política nefasta: se trataba de un recurso para recuperar la fe en nosotros mismos, esa fe sin la cual ni siquiera una boyante economía puede labrar un porvenir.
Pobre en cultura filosófica, el Ecuador ha producido sin embargo una apreciable literatura de ideas, que es algo así como una filosofía más humilde y amable porque no presume de hablar de tú a tú con la Verdad, pero la busca con la misma vehemencia con que el colibrí busca la flor. Por eso su instrumento es el ensayo: género ambiguo que se construye sobre la línea fronteriza entre la literatura y las ciencias, sin que nunca esté claro si se encuentra más allá o más acá, el ensayo es, como dice Liliana Weinberg, “un estilo del pensar, del decir y del mirar”; es un género que combina la batalla contra las dudas y el placer de un decir trabajado tan amorosamente como se trabaja una talla en miniatura. Es además el arte de mirar al mismo tiempo lo más superficial y lo profundo, y de ver cómo fluye el instante y cómo se coagula, porque se sabe hecho de tiempo, deseo y una larga impaciencia.
Ángel es palabra griega que significa “mensajero”. Según la creencia cristiana, los ángeles llevan a los seres humanos, los mensajes del Señor. En el relato bíblico se lee, por ejemplo, que un ángel anunció a María el advenimiento de su hijo, y que otro ángel (¿o el mismo?) ordenó más tarde a José que llevara a su familia hasta Egipto para librar al niño de la furia de Herodes. También otras fuentes nos informan sobre los anuncios angélicos: Aurelio Agustín, por ejemplo, siendo filósofo pagano, oyó que un ángel le dijo “Toma, lee”, y encontró en sus manos los Evangelios, los leyó, se convirtió y llegó a ser uno de los Padres de la Iglesia.
Sabía que es economista, y de los buenos, y al escucharle en frecuentes entrevistas supe que está dirigiendo Cordes; como hace más de treinta años fue mi alumno, no recordaba que hubiera tenido un especial interés por las lecturas que hacíamos, aunque tengo la vaga idea de que participaba con frecuencia en las discusiones. Pero nunca me pasó por la cabeza la idea de que él pudiera tener una relación íntima con la literatura. Es más: nunca había pensado (¡ay, los prejuicios!) que un economista pudiera tener alguna cercanía a esa actividad gratuita, tanto si es activa como pasiva, y que tiene el agravante de llevarnos paso a paso hacia la consideración de la verdad de nuestra existencia.
No me sorprende que la señora Fiscal, el Contralor y el Procurador del Estado (es decir, aquellos funcionarios que están cumpliendo su deber de manera ejemplar) hayan tenido que protestar por una insólita resolución judicial. Tampoco me sorprende que un inquieto fraile haya apostado por el reino de este mundo y se disponga a “revisar” la designación de los jueces de la Corte Constitucional, mientras la Asamblea se dispone a iniciar contra él un juicio político cuyo resultado es incierto porque ni siquiera su comienzo es todavía algo seguro. No me llama la atención que en el Consejo Nacional Electoral sus integrantes se parezcan cada vez más a los rivales en un concurso de aciertos y errores con premio sorpresa para atraer a la audiencia. Ni que el Consejo de la Judicatura, como si ese no fuera su deber, haya anunciado severas revisiones de la actuación de los jueces que están sometidos a supervisión disciplinaria. Y menos, mucho menos me sorprende que el asesino de Juliana se haya burl
“Dialogar” es un verbo que se ha puesto de moda. Designa entre nosotros una curiosa costumbre de hablar frente a otro después de haberse tapado con cera los oídos. El ejemplo más claro es el diálogo de sordos que ha sido provocado por una memorable sentencia de la Corte Constitucional acerca de lo que se ha dado en llamar “matrimonio igualitario”. Si los unos no quieren entender las argumentaciones religiosas de los otros, los otros se tapan los oídos ante las reivindicaciones jurídicas de los unos.