He visto desde lejos los acontecimientos de las últimas semanas y me he sentido abrumado por su exceso. Aunque mi vida ha sido larga, mi memoria no registra ninguna movilización semejante en duración, volumen ni violencia.
Pienso que el Gobierno pudo haber evitado esta crisis promoviendo el diálogo adecuado con los dirigentes sociales (y no solo los indígenas) antes de la expedición del decreto 883. Si no lo hizo, también pudo haber detenido la protesta en sus primeras manifestaciones, sin recurrir a la fuerza pública sino a sus negociadores. Quizá porque no confía en los que tiene, el Gobierno prefirió trasladarse a Guayaquil con tanta premura que produjo la impresión de una fuga, y apareció muy pocas veces en la televisión, por brevísimos segundos, con unos mensajes cuya aparente firmeza dejaba traslucir lo contrario: el Presidente y sus colaboradores olvidaron que no solo las palabras transmiten un mensaje, sino también el gesto, el lugar, las circunstancias. Peor aun, cuando declaró el estado de excepción, y luego el toque de queda, fue posible intuir que no estaba dispuesto a emplear todos los medios que la Constitución le autoriza: por eso la agitación y la violencia pudieron desatarse justamente cuando regían tan extremas medidas.
Me ha sorprendido también la presencia de grupos bien organizados que pudieron actuar bajo a cobertura de la movilización indígena, cuyos dirigentes, sin embargo, han condenado lo que calificaron como “vandalismo”. No obstante, nada hicieron para impedir que los fanatizados integrantes de aquellos grupos siguieran actuando mientras se desarrollaban las manifestaciones de protesta, y quién sabe si se aprovecharon de su ferocidad, aunque no la aprobaran. Ese infantil “yo no he sido” no excusa a los dirigentes; pero el nivel de violencia de los “infiltrados” confirma las viejas sospechas acerca de la creación de “fuerzas de choque” cuya prosapia necesariamente pasa por las camisas negras italianas y las camisas pardas alemanas.
Y me ha sorprendido, por fin, el sinuoso comportamiento de la fuerza pública, tan mansa a veces que se dejó secuestrar y humillar por los manifestantes, y otras veces tan violenta que llegó a excesos condenables. Tan indecisa actuación solo puede explicarse por las vacilaciones de quienes tenían la responsabilidad del mando y aparentemente no tuvieron ni coordinación ni coherencia.
Creo ver, en suma, una batalla sin vencedores: todos hemos sido derrotados. El gobierno tuvo que aceptar lo que los indígenas exigían, pero los indígenas perdieron el halo romántico que les rodeaba cuando reivindicaban sus lenguas y culturas. Tan oblicuos como todos los que deambulan en las arenas políticas, han dejado que salte en añicos la imagen de un país que se ufanaba de reconocerse en las diferencias. Quienes hace muy poco proclamaron que “el país ya cambió”, se engañaron a sí mismos y nos engañaron a todos.