Al filo de la medianoche del 9 de agosto de 1944, cuando el doctor Velasco Ibarra despachaba febrilmente los últimos documentos que había decidido firmar como Jefe Supremo, Benjamín Carrión logró que firmara el decreto 707 mediante el cual fue fundada la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Esta fundación fue para el Ecuador lo mismo que para un náufrago el hallazgo de un tablón: después de la humillación que había sufrido en Río de Janeiro, el Ecuador encontraba en la cultura la posibilidad de reivindicar sus valores. No se trataba, ciertamente, de una solución real para los gravísimos problemas de un país acosado por la pobreza y los desatinos de una política nefasta: se trataba de un recurso para recuperar la fe en nosotros mismos, esa fe sin la cual ni siquiera una boyante economía puede labrar un porvenir.
Desde entonces hasta la década de los 60, la Casa realizó una labor formidable que nadie desconoce, pero desde los años 70 entró en un proceso de lenta decadencia por una sucesión de hechos cuyas causas requieren un mayor examen. El Ecuador ya había cambiado, pero la Casa no supo leer a tiempo los signos de una nueva sociedad que le planteaban nuevas exigencias.
Cuando se creó el Ministerio de Cultura, el Ecuador –largo tiempo especializado en desperdiciar sus recursos, oportunidades y talentos–, perdió un valioso instrumento de cultura que solo requería una nueva orientación. En lugar de bregar por una ley que contribuya a cambiar mentalidades, delimite funciones y actualice objetivos, la Casa se dejó conducir mansamente hacia la práctica liquidación de su existencia sin que haya sido necesario borrar su nombre de los papeles oficiales. En virtud de un perverso Reglamento, mientras sus núcleos provinciales, aparentemente autónomos, reciben sus fondos por asignación directa del Ministerio, a cuya evaluación están sujetos, la Sede de la Casa, de tanta y tan rica memoria, ha quedado aislada, privada de rentas, olvidada.
75 años hacen de una institución un monumento. Si tuviésemos autoridades menos ocupadas en conseguir dinero a cualquier precio y más conscientes de que gobernar es fabricar el futuro, esperaríamos que el Ministerio se limite a formular políticas públicas y a allegar fondos y contactos internacionales para las instituciones, sin competir con ellas en la ejecución de proyectos culturales, puesto que la creación de cultura no es una tarea de gobierno. Esperaríamos además que la Casa de la Cultura tenga una nueva proyección y quizá otra estructura, y que asuma las tareas del presente, que ya no son las mismas que pensó Carrión en el 44. Ya no se trata de crear “una gran patria de cultura”: se trata de explorar los nuevos horizontes de una humanidad en peligro; se trata de enfrentar la incidencia de la tecnología en nuestra vida; se trata de aprender a vivir con el Otro sin que nada de esto signifique perder la memoria de lo que fuimos, de lo que aún somos, de lo que deseamos ser.