No me sorprende que la señora Fiscal, el Contralor y el Procurador del Estado (es decir, aquellos funcionarios que están cumpliendo su deber de manera ejemplar) hayan tenido que protestar por una insólita resolución judicial. Tampoco me sorprende que un inquieto fraile haya apostado por el reino de este mundo y se disponga a “revisar” la designación de los jueces de la Corte Constitucional, mientras la Asamblea se dispone a iniciar contra él un juicio político cuyo resultado es incierto porque ni siquiera su comienzo es todavía algo seguro. No me llama la atención que en el Consejo Nacional Electoral sus integrantes se parezcan cada vez más a los rivales en un concurso de aciertos y errores con premio sorpresa para atraer a la audiencia. Ni que el Consejo de la Judicatura, como si ese no fuera su deber, haya anunciado severas revisiones de la actuación de los jueces que están sometidos a supervisión disciplinaria. Y menos, mucho menos me sorprende que el asesino de Juliana se haya burlado durante siete años de todos los jueces, policías y fiscales. No. En realidad, todo eso y mucho más configura la triste caricatura de democracia en que vivimos y da cuenta de un Estado sin ciudadanía, sin gobierno y reducido a la impotencia. Lo único que ha faltado en estos días es que alguien repita solemnemente la frase sacramental de la impunidad: “…hasta las últimas consecuencias”.
No. Lo que verdaderamente me preocupa es que ya nada de esto me sorprenda. Me preocupa que haya llegado a acostumbrarme a escuchar cada noche el anuncio de cinco homicidios y un nuevo episodio de la telenovela de la corrupción, y que cada mañana me levante con menos gana de leer el periódico. Sé que hay miles de ecuatorianos que ya pasaron hace años por esta misma experiencia, pero yo creía conservar todavía una pequeña esperanza. Pero no. Ya se me ha hecho rutinaria la ida y venida de las autoridades que parecen marchar sobre su propio terreno y se enredan cada día en las leyes y los cálculos, cuya combinación es el secreto para no hacer nada, mientras aparentan un desvelado trabajo por esa entelequia que sirve para cohonestar cualquier desaguisado y que se llama Pueblo (así, con mayúscula).
¡Qué triste situación! Haber vivido dando golpes y golpes en la piedra del tiempo para apartar la escoria y extraer del fondo la belleza incomparable de un poema, o una talla policromada, o un cacharro pulido por mi antepasado más lejano, y exclamar: “¡Esta es mi patria!”, y descubrir ahora que la escoria se ha ido acumulando de tal modo que ha taponado todos los desagües y ha sepultado las maravillas que me llenaron de orgullo. Saber que ante los ojos del mundo estamos presentando el sainete de una democracia de pacotilla…
Y me digo que estas son las penúltimas consecuencias de la desidia, del temor, de la perfecta incompetencia: ¿hace falta decir cuáles serán las últimas?
¡Ya es hora de restaurar la bella patria que tuvimos!