En el mes de abril del año que acaba de morir, una noticia increíble se difundió vertiginosamente por las redes antes de que los medios tradicionales pudieran reaccionar, y en un santiamén el mundo entero tuvo ante sus ojos la evidencia del desastre: un incendio se había declarado en Notre Dame, y aunque sus muros de piedra resistían, su techumbre ardía como solo puede arder la leña seca. Paralizados por el asombro y el dolor, millones de personas alrededor del planeta no sabían qué hacer ni cómo reaccionar; pero no tardaron en circular también las noticias de las donaciones para reconstruir el incomparable monumento. Coleccionistas millonarios, fundaciones, institutos y toda una serie de entidades y gobiernos comprometían sumas sorprendentes y demostraron que, a pesar de todo el pragmatismo materialista que nos corroe, todavía existen quienes son capaces de valorar los tesoros de la cultura humana. En pocas horas, el gobierno francés ya contaba con los recursos necesarios para la indispensable reconstrucción de la bellísima cubierta de madera de aquella antigua catedral.
Todo esto me fue recordado en estos días por mi hijo Miguel, quien ha heredado de su madre una sensibilidad solo comparable a su envidiable talento. No pude, sin embargo, recordar la cifra de los recursos recaudados en aquella jornada inolvidable, pero sabía que era una cifra que superaba con mucho el monto de nuestro déficit fiscal. Pero inmediatamente mi hijo me preguntó cuántos millones se han recaudado para combatir los incendios en Australia, y me quedé mudo. Si fue grande la sorpresa por la capacidad de reaccionar ante la pérdida de un monumento histórico que está colmado de arte, más grande todavía es la sorpresa que causa la indiferencia con que el mundo ha leído o escuchado en los medios las noticias de otro desastre que durante nada menos que tres meses ha devorado miles de hectáreas de bosques y ha llevado a la muerte a millones de animales, sin contar aves ni insectos.
Alguien me dirá que no son situaciones comparables, y me adelantaré a contestar que estoy de acuerdo: no lo son. Por un lado, es una cosa material que, si bien se encuentra cargada de historia y arte magistral, no deja de ser una cosa; por otro lado, es la vida, nada más y nada menos que la vida. No solo la vida de bosques y animales, sino la vida de nuestra especie, de cuya estupidez me quedan cada vez menos dudas. Bien estuvo que se juntaran todos los esfuerzos para salvar a Notre Dame; pero aquellos esfuerzos se tornan injurioso cuando estamos presenciando la tragedia australiana, ante la cual solo hay una infinita ceguera. La célebre anécdota del artista que apuesta por la vida de un gato contra la conservación de la Gioconda, viene necesariamente a la memoria, y viene de un modo dramático que nos pone brutalmente ante los ojos el dilema entre el arte y la vida. Llevado a una situación límite, yo apuesto por la vida.
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