Debo haber tenido doce o catorce años cuando le confesé a un amigo que iba a escribir una novela. “¿Una novela?” -me preguntó sorprendido. “Sí” -le dije, y sin más empecé a contarle el argumento que había pensado. Era una mala copia de alguna de las novelas policiales que los dos leíamos entonces: un caballero que amanecía muerto en su despacho, un detective que empezaba a hacer preguntas al sobrino, a la nieta y a la mucama del difunto, y por supuesto, al mayordomo misterioso… Pero mi amigo me interrumpió con una sonrisa burlona y me dijo: “No te olvides que no estamos en Inglaterra”. Y como aseguré que mi novela estaría ambientada en Quito, él me cortó al afirmar que aquí no había asesinatos ni mayordomos misteriosos. Y era cierto.
Seis décadas después, los noticieros nos despiertan cada mañana con una deprimente letanía de delitos. Convertidos por las circunstancias en una crónica roja interminable, no pueden informar sobre otra cosa que no sea el memorial de las atrocidades de la víspera. No son novelas policiales: son asaltos, secuestros, violaciones, homicidios, estafas, femicidios, incestos, tráfico: todo un abanico de violencia que no tiene parangón con ningún otro momento de nuestro pasado, no solo por su abundancia, sino también por su ferocidad.
Entonces me pregunto qué fenómenos pueden transformar a una sociedad pacífica, aunque a veces rebelde, en una sociedad agresiva y plagada de peligros; y por qué la gente bonachona de otro tiempo ha cambiado su talante, pero no encuentro una respuesta sencilla de inmediato. Intuyo que el problema involucra cuestiones económicas y sociales, sin descuidar, por supuesto, las de orden psicológico y aun las religiosas. Pienso que la violencia solo obedece a la violencia, y me parece que el azote que estamos padeciendo acaso sea el resultado de dos factores que se han entrelazado en el tiempo: uno, el rencor de las clases excluidas contra una sociedad que les humilló en forma centenaria; dos, la crisis de la ética social causada por el desplazamiento de todos los valores, paulatinamente reemplazados por el dinero.
Sería saludable que antropólogos, sociólogos y psicólogos sociales se empeñaran no solo en explicarnos las causas, sino también lo que deberíamos hacer para atenuar esa violencia. Nadie desea una sociedad de ángeles, pero sí construir una que parezca humana, tal como lo humano fue entendido en otros tiempos. Supongo que los sociólogos gringos empezarían a trabajar sobre este tema, colaborando a veces con psicólogos sociales; los nuestros, sin embargo, suelen estar muy ocupados en explicar las proyecciones políticas de la modernización del estado y otros asuntos de esa clase. Yo, como no soy sociólogo ni psicólogo social ni nada más que un aficionado a las letras, ya no pienso en hacer ninguna novela con homicidios ni mayordomos, pero no sé lo que piensen sobre esto los que deberían buscar las soluciones. Pero sociólogos y autoridades guardan silencio.