El ensayo en la encrucijada

Pobre en cultura filosófica, el Ecuador ha producido sin embargo una apreciable literatura de ideas, que es algo así como una filosofía más humilde y amable porque no presume de hablar de tú a tú con la Verdad, pero la busca con la misma vehemencia con que el colibrí busca la flor.
Por eso su instrumento es el ensayo: género ambiguo que se construye sobre la línea fronteriza entre la literatura y las ciencias, sin que nunca esté claro si se encuentra más allá o más acá, el ensayo es, como dice Liliana Weinberg, “un estilo del pensar, del decir y del mirar”; es un género que combina la batalla contra las dudas y el placer de un decir trabajado tan amorosamente como se trabaja una talla en miniatura. Es además el arte de mirar al mismo tiempo lo más superficial y lo profundo, y de ver cómo fluye el instante y cómo se coagula, porque se sabe hecho de tiempo, deseo y una larga impaciencia.

Montalvo pasa por ser el mayor ensayista de nuestro siglo XIX, y quizá Carrión lo haya sido en el siguiente –advirtiendo, por cierto, que “mayor” no significa lo mismo que “mejor”. No para establecer ninguna competencia, sino por necesidad de equilibrio, pienso que no se debe olvidar, en el primer caso, los lugares de Rocafuerte y González Suárez, ni en el segundo, los que corresponden a Peralta, Bustamante, Zaldumbide y Moreno. En cuanto al siglo actual (que no siento como mío porque comenzó cuando yo había empezado ya mi retirada), es demasiado pronto para establecer juicios parejos; pero si nos fijamos en los años transcurridos, he dicho varias veces que Valdano y Moreano ocupan para mí los primeros lugares, sin olvidar, por cierto, a Bolívar Echeverría, que fue nuestro por nacimiento y mexicano por adopción.

Género impuro para expresar el pensamiento de un pueblo impuro, el ensayo es mestizo, y quizá por eso mismo, hoy despreciado. No solo que muy pocos escritores lo cultivan, sino que, en estos días de espectáculo, escándalo y consumo, sus lectores son tan raros como las bufandas en la playa. Nuestros tiempos opacos oscilan entre la fácil diversión y la fortuna mercantil; exigentes con la moda, favorecen el viaje programado que reduce la memoria a una selfie; son tiempos que no quieren pensar sino dejarse llevar como un bote sin remos; tiempos marcados por la frívola risa de una sociedad revuelta en el remolino de la corrupción, el mercado y lo peor de las redes. Sin reflexión, sin guías, sin intérpretes sabios, sin gobernantes firmes, sin partidos ni debates, nuestra rica literatura de ideas quedará reducida a un manojo de palabras inútiles, elogios vacíos.

¿Para qué escribir si no quedan lectores? Cuando esta pregunta insidiosa me asalta en las noches, trato de darme ánimos pensando que valdría la pena seguir escribiendo por un solo lector que todavía lea, y me digo que no serán economistas ni políticos, sino los lectores sobrevivientes, quienes nos salvarán del naufragio de lo humano.