No recuerdo un elogio de la libertad que supere la belleza del poema “Liberté” que Paul Eluard publicó en 1942, cuando media Francia estaba sometida a la ocupación y la otra mitad había optado por la Resistencia. En ella militó el poeta y su poema fue arrojado desde un avión clandestino. “Sur mes cahiers d’écolier / Sur mon pupitre et les arbres / Sur le sable sur la neige / J’écris ton nom…” (“Sobre mis cuadernos de escolar / sobre mi pupitre y los árboles / sobre la arena sobre la nieve / yo escribo tu nombre…”). La libertad era entonces la gran ilusión de los franceses; ese anhelo, esa intensa aspiración que acompañaba sus pasos, sus palabras, sobre todo sus palabras.
Pero no fueron solo los franceses de esos aciagos tiempos los que vivieron intensamente la ilusión de la libertad, porque ese nombre se escribe en todas partes y en todos los tiempos y en todos los idiomas, y se seguirá escribiendo mientras haya en este mundo un ser humano capaz todavía de pensar y de soñar. Entre las ilusiones de la modernidad, ninguna puede competir en fuerza ni importancia con esa inquebrantable ilusión de la libertad, cuyos orígenes se pierden en la noche de los tiempos. Y en ese futuro que está ya haciéndose presente, ninguna inteligencia artificial podrá competir en esto con la frágil, sublime y miserable especie que es la nuestra, porque ninguna podrá pasar por la experiencia del anhelo y la conquista de nuestra recia, pero también maleable libertad.
Pero, ¿qué es la libertad? Tal vez sea ahora inevitable la respuesta más sencilla y prosaica: la libertad es la capacidad de elegir entre diversas opciones sin coacción alguna, sabiendo que de la elección no se seguirá ninguna consecuencia punitiva. O sea que la libertad es también una ilusión, entendiendo la palabra “ilusión” como esas maravillosas fantasmagorías de los magos que nos llenan de asombro, para después disolverse en la nada. Porque, para hablar con franqueza, la democracia liberal nos prometió libertad e igualdad, pero solamente ha podido gozar de ellas esa quinta parte de la humanidad que vive satisfecha, a costa de la sangre, el sudor y las lágrimas de las cuatro quintas partes restantes. La democracia liberal todavía está en deuda, y es una lástima que el mundo esté cambiando tan a prisa, que quizá ya pasó el tiempo adecuado para que pueda pagarla. ¿Quién alimentará entonces ese sueño inagotable de libertad? No será el socialismo de Lenin ni de Stalin, ciertamente, cuyos dolorosos experimentos agotaron el siglo XX; pero aún no hemos descubierto quién podrá llenar el vacío que ha dejado, y no vale la pena pensar en el populismo que falsificó su nombre.
No perdemos, sin embargo, la ilusión inagotable de alcanzar la libertad y repetimos con el poeta: “Et par le pouvoir d’un mot / Je recommence ma vie / Je suis né pour te connaître / Pour te nommer / Liberté.” (Y por el poder de una palabra / Yo recomienzo mi vida / He nacido para conocerte / para nombrarte / Libertad).