Solo quienes lo han vivido podrán entender el terror, la impotencia, la rabia, que sintieron los padres y personal de una unidad de educación básica, ubicada en Balerio Estacio (Guayaquil), al inicio del ciclo escolar. Los niños, sin duda, debieron sentir miedo y, más de uno, no querrá volver a la escuela. Llegar a un sitio que se supone seguro, donde van a conocer nuevos amigos, a estar con los de años anteriores, a jugar, a estudiar, a crecer, no debiera ser jamás invadido por cinco encapuchados que ya pusieron precio a la tranquilidad del lugar: 5.000 dólares.
Las autoridades del Ministerio de Educación, hacia el final de la tarde de ayer, hablaron de garantizar la seguridad de escuelas y colegios, y de un plan que, según afirmaron, contará con el apoyo de organismos internacionales, para trabajar, entre otros frentes, en la cultura de la paz.
No podemos pasar por alto que los niños y adolescentes son los más vulnerables en caso de criminalidad organizada. Hay varias razones. Mencionemos únicamente dos. La primera es que crecen en una cultura de la violencia, para muchos oír o ver en los medios de comunicación y en las redes sociales sobre muertes, masacres, ejecuciones, consumo de estupefacientes, prostitución es el pan de cada día. Como lo es también ver a sus vecinos, a sus amigos e incluso a sus familiares caminar por la ruta delictiva, rodeados de los vehículos de sus sueños, con suficiente dinero en efectivo, armas de varios calibres, casas, fiestas y todo lo que pudieran querer.
La otra es que son la carne de cañón ideal para las organizaciones delictivas, porque pueden cumplir dos funciones: ser los potenciales nuevos consumidores de estupefacientes -de ahí el interés de regalar al principio algo de droga a unos e invitar a venderla a otros-. O ser los potenciales integrantes de las bandas delictivas -al ser menores de edad no reciben penas mayores, aunque roben, amenacen e, incluso, se conviertan en sicarios. En el círculo vicioso que se crea alrededor de este tipo de actividad, ellos son necesarios y, más aún, sino tienen educación y tampoco oportunidades para salir adelante, dentro de la economía legal, que debiera ser parte de las urgencias del país.
Y aunque suene contradictorio o extraño o imposible, pese a estos problemas, los niños y adolescentes no deben dejar de ir a la escuela. La gente de esa zona no puede perder la posibilidad de educar a sus pequeños, de perder ese espacio vital para ellos, que es un derecho y que es una forma de apropiarse de esa zona. No deben ceder más ante la delincuencia.
La presencia de violentos en espacios educativos no es nueva en el país. En el 2009, el extinto suplemento de investigación periodística, Blanco y Negro (diario Hoy), publicó una denuncia, con fotografías incluidas, de integrantes de la Brigada Simón Bolívar, dentro de un colegio público de Quito, en donde hicieron una charla, pero en realidad se trataba de adoctrinamiento a favor de las FARC. El Comercio, incluso, tomó el caso y registró que el rector de ese colegio iba a ser investigado.
Podemos retroceder más en el tiempo, allá por 1989. Un grupo de hombres, alrededor de cuatro, entraron a la brava, portando armas, a un aula de una universidad pública en Quito, para hacer proclamas políticas a favor de un grupo armado local, es decir AVC. Sobre eso no hubo notas de prensa, pero sí más de 60 chicos que en ese momento comenzábamos a estudiar una carrera.
Nadie dijo que será fácil, pero es un error muy grave dejar de enviar a los niños a la escuela. Y mucho peor que no haya un control adecuado de la seguridad. Autoridades del plantel, padres y profesores también deberán buscar formas para no dejarse robar ese espacio que les corresponde. En esta guerra, bajar los brazos es dejarles a los criminales ganar.