Después de “revolución” y “socialismo”, quizá no exista en nuestro tiempo otra palabra que haya perdido su prestigio tanto como “ideología”. Equivocadamente o no, las tres se encuentran vinculadas a algunos de los peores desengaños que han tenido los países de nuestra América en los tiempos recientes. Más todavía, las tres remiten a los fracasos que al terminar el siglo sufrieron los países del Este europeo, cuyo ascenso y ocaso se consumó en menos de cien tortuosos años.
De alguna manera, sin embargo, hay que llamar a las representaciones mentales de la realidad que percibimos, en las cuales la racionalidad se ve siempre enturbiada por la presencia de los deseos, temores y prejuicios que todos llevamos con nosotros. Tales representaciones suelen ser confundidas con las “cosmovisiones”, que son totalizaciones metafísicas (y por lo tanto racionales) de los conocimientos de la ciencia. La ideología, en cambio, es una mezcla de razones y pulsiones; una mezcla impura que no se genera en nuestra inteligencia sino en el desván de la conciencia. Es el crisol donde se fraguan nuestras ilusiones, cuya particularidad consiste en producir sus propios objetos como si fuesen reales: el Reino de los Cielos, la Sociedad sin Clases, la Gran Patria de Cultura.
Pero ocurre que nuestro tiempo, que todo simplifica en nombre de la razón instrumental, ha llevado a cabo una drástica reducción del territorio semántico de la palabra “ideología”, dejándolo apenas en su dimensión política. Esta última, no obstante, no es sino la parte visible de una suerte de iceberg mental, cuya mayor extensión se encuentra sumergida. Ser liberal, socialista o anarquista no son opciones puramente intelectuales que podamos elegir libremente por simples procedimientos lógico-racionales. Son, mucho más, la expresión de simpatías y anhelos que involucran nuestras relaciones personales tanto como los valores al uso y los temores; son las fatalidades que nos impone la memoria de nuestra propia vida y de la vida de nuestros antepasados, todo lo cual configura un estado transitorio de conciencia, cuyos sótanos siempre nos son desconocidos.
Aparte de dar al mundo la coherencia que nuestros propósitos requieren, las ideologías tienen siempre la función de justificar una situación determinada: la del privilegiado, la del combatiente o la del profeta; la del cobarde también. Las ideologías nos proveen, por lo tanto, de los motivos de legitimación de nuestros actos y conductas: tienden a verse como normas y es frecuente que se pretenda otorgarlas un alcance que supera los límites del tiempo.
Puesto que no hay conciencia humana sin lenguaje, las palabras son el nido preferido por las ideologías. Es como si en cada palabra hubiese, por así decir, dos niveles distintos: uno es aquel que los diccionarios codifican; otro el que lleva la memoria de la experiencia vivida y la locura de los grandes anhelos.