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Nadie ignora que la democracia fue inventada en Atenas para corregir los excesos de la oligarquía (gobierno de pocos). Pero en Atenas los ciudadanos no pasaban de 30 mil, y era más fácil que el pueblo (“demos”) se reuniera en el ágora. Entonces, claro, era posible hablar de demo-cracia: el pueblo tenía el poder. (Los esclavos no contaban: de lo contrario, ¿quién se hubiera ocupado del trabajo mientras los ciudadanos filosofaban en el ágora?)
Atrapados en nuestro diario convivir y sus problemas, solemos pensar en las desdichas del mundo como si fueran historias de ficción o lamentables realidades que conciernen siempre a otros. Nunca pensamos que los inmensos glaciares de los polos continúan derritiéndose, porque el noticiero no ha dicho nada sobre ellos; y si hay noticias que hablan de incendios pavorosos, compadecemos durante diez segundos a la gente que los sufre, pero estamos convencidos de que el fuego no es nuestro problema, sino el de “ellos”, en California, en la Amazonía, el Paraná. Y lo que menos se nos ocurre pensar es que estos incendios pueden deberse a una acción planificada.
Cuando ya todo había terminado y el silencio envolvía un palacio lleno de agujeros, el general que gobernaba con el título de presidente proclamó que era imperioso borrar aquel día de la historia. Dóciles y sensibles, pero incapaces de renunciar a su espíritu quiteño, algunos periodistas encontraron de inmediato la manera de referirse a ese día que costó 25 vidas: “la Guerra del 32 de agosto”. Tal denominación era acertada; no obstante, el espíritu generalmente taciturno de los ecuatorianos de la Sierra no tardó en encontrar otra denominación, rigurosamente fundamentada en los hechos: “Guerra de la Funeraria”, puesto que otro general, molesto por la figura del general-presidente, había provocado el alzamiento de una tropa tan pequeña como audaz, y había establecido su comando a dos cuadras del palacio, en un pequeño negocio que ofrecía los inevitables servicios que demanda la muerte. Apenas una línea separa el heroísmo del ridículo.
Bueno o malo, exitoso o fracasado, sincero o mentiroso, el político es un maestro de su pueblo. Lo es más que ninguna otra persona de figuración pública (artista, inventor, deportista o escritor), y su constante magisterio es de enormes alcances: cada uno de sus actos y de sus omisiones, cada palabra y cada gesto, constituye una lección que sus seguidores aplauden e imitan. Sus actos convierten a la gente en un espejo donde él puede verse a sí mismo: la gente creerá lo que él cree, pensará lo que él piensa, hará lo que él hace, omitirá lo que él omite, porque en ella se reflejará su conducta como en el espejo se refleja nuestra imagen.
Hace muchos años acepté apadrinar a una niña cuyo padre ocupaba un cargo muy modesto en cierta institución. Al hacerme entrar a su casa, entre gozoso y azorado, el hombre se disculpaba constantemente, como si al mostrarme sus pobrezas estuviera ofendiéndome, y trataba de explicarme que su modesta casita, hecha con sus propias manos, aún no estaba terminada, pero que la tuvo que ocupar así “hasta mientras”, porque “así hay que acomodarse”.
Tal como están las cosas, se necesitaría estar hecho de la madera de los héroes o los mártires para competir por la presidencia de un país que, llana y simplemente, está en quiebra, con su eticidad por los suelos, su sistema educativo en jirones, su naturaleza amenazada, a merced de una delincuencia sin freno y atrapado además por un bicho despiadado que ni siquiera es bicho. Por más que un ministro repita que todo está bajo control y otro ministro asegure que “ya mismito” llegan más millones desde China, la experiencia nos enseña que la verdad quizá sea precisamente lo contrario. ¿Quién se arriesgaría entonces?
Una fría tarde de 1966 conocí a Benjamín Carrión en su casa de Bellavista, y tuve la fortuna de trabajar a su lado diariamente hasta 1968, cuando me fui a Europa. Y ahora, 54 años después, vuelvo a encontrar a ese mismo Carrión, tan vivo y entusiasta como siempre, entre las páginas del bello libro que acaba de editar Francisco Febres Cordero, el Pájaro.
Acaban de ser anunciadas las ternas que han sido enviadas al presidente de la República para el discernimiento de los Premios Espejo de este año, y lo primero que puedo anotar es que el Jefe de Estado y sus asesores para cultura tienen delante otro quebradero de cabeza. ¿Cómo escoger el mejor de tres candidatos en cada una de las categorías contempladas, si todos tienen las ejecutorias necesarias para merecer este alto reconocimiento? Lo único que se puede desear es que la suya sea una decisión bien fundamentada en la obra de los candidatos y su trascendencia para la cultura nacional.
Mi hijo Miguel, con quien comparto la pasión por la música, me hizo notar que mi artículo de esta semana aparecería el 16, justamente al cumplirse 31 años de la muerte de un mago de la dirección orquestal: Herbert von Karajan, quien fue durante medio siglo el personaje más controvertido en el ámbito de la música sinfónica y la ópera.
Hoy, 9 de julio, se cumplen exactamente 95 años de la Revolución Juliana, quizá la única de las “revoluciones” de nuestro siglo XX que merece el nombre de tal, porque incidió profundamente en la estructura de la República y dejó una honda huella. El Banco Central y la Contraloría General le deben su existencia, además de otras instituciones y leyes. A ella está asociada la memoria de una generación de oficiales jóvenes que decidieron poner fin a las corruptelas de una Revolución Liberal ya decadente. De ella surge la figura del doctor Isidro Ayora, ejemplo de gobernante honesto y decidido que merece ser mejor recordado. Qué doloroso es evocar su figura y la obra truncada de la llamada “revolución de los tenientes” cuando la República se encuentra hundida en una orgía de corrupción que ha llegado a superar todas las etapas semejantes que nuestra memoria puede recordar.
Un grupo de eminentes ciudadanos ha presentado ante la Asamblea Nacional un proyecto de reformas a la Constitución, y su estudio ya ha comenzado. Se trata de reformas puntuales, convenientes y necesarias; pero todos sabemos que no son suficientes. Hay que apoyarlas, puesto que las circunstancias no nos permiten ir más lejos; pero no debemos olvidar que una Constitución, como cualquier ley, es un cuerpo unitario que no cambia en esencia con la introducción de reformas parciales. Lo que necesitamos (y hay que decirlo con claridad) es una nueva Constitución, una que acierte después de veinte equivocaciones. Si desde 1830 hemos buscado la perfección constitucional bajo la falsa premisa de que la ley ordena la realidad, es hora de admitir que la verdad es lo contrario: la realidad impone límites a la validez de la ley.
Hace unos años, en esta misma columna, escribí que la descomposición moral del país había llegado a tal extremo, que habíamos adquirido la costumbre de vivir de escándalo en escándalo, mientras veíamos que la crónica roja ganaba cada día más espacio, confundiéndose con la información política, hasta llegar a cubrir todo el tiempo de los noticieros de la televisión y la mayor parte de las páginas que editaban los periódicos: política y corrupción habían llegado a ser casi, casi la misma cosa.
Tenía ya preparada una nota para recordar al Mariscal Sucre, de cuyo asesinato hoy se cumplen exactamente 190 años, pero los acontecimientos de los Estados Unidos me obligan a cambiar de tema. Sé que el más puro de todos nuestros héroes me entendería si pudiera mirar lo que está ocurriendo en las ciudades más grandes del país que soñó ser un imperio. Sé que se emocionaría hasta las lágrimas si pudiera contemplar la escena de los policías que doblan su rodilla como quien pide perdón por todas las ofensas que algunos de los suyos han hecho a ciudadanos negros, tal libres como ellos, tan dueños de derechos como ellos, tan dignos, inteligentes y trabajadores como ellos. Sé que su corazón palpitaría con fuerza si pudiera mirar al policía rubio que exhibe un cartel con la leyenda que sirve de título a estas líneas, mientras un ciudadano negro le pasa su brazo sobre el hombro. Sé que su valor y su entusiasmo, ese mismo valor y entusiasmo que le llevaron a triunfar en Pichincha y Ayacucho, le
Empecé a escuchar una sonata de Beethoven ejecutada por Daniel Baremboim, cuando me llamó un amigo con quien no había hablado largo tiempo. Detuve la música y me dispuse con gusto a charlar un largo rato. La conversación, como era previsible, incluyó las preguntas por la salud de ambas familias, los comentarios sobre el covid y sus probables rebrotes, duras expresiones sobre el fallido propósito de recortar los presupuestos universitarios, y especulaciones sobre lo que espera al Ecuador como consecuencia de las leyes que acababan de aprobarse.
No hay mal que por bien no venga –dice el refrán, y en estos tiempos de encierro y de pandemia no han faltado quienes lo recuerdan al contemplar la escena de algún ciervo que cruza tranquilo una calle desolada, o la escena de las tortugas marinas que salen felices a una playa desierta. Claro: estos y muchos otros animales han sentido la ausencia de su mayor depredador y han creído posible recuperar aquellos espacios que les fueron arrebatados en nombre de la civilización y del progreso.
Supongo que todos hemos hecho alguna vez una pausa en nuestra vida cotidiana. Bien sea con el rostro amable de unas vacaciones, con el agrio talante de alguna enfermedad pasajera, o bien con la grave presencia de la muerte cercana, las pausas conocidas nos han dado la ocasión de sopesar las experiencias que forman nuestro equipaje inseparable, y quizá algunas veces nos han sido propicias para adoptar aquellas decisiones que han abierto ante nosotros nuevos panoramas y provocadores desafíos.
Sabíamos que el mundo andaba mal, que la economía rechinaba, que la vida social se complicaba un poco más cada día, que los sistemas legales estaban haciendo agua, que la educación ya no era educación sino solo adiestramiento, que la política se había reducido a un negocio degradante, que los estados se sentían incapaces de ajustar sus mecanismos a las demandas de la gente, que las escalas de valores se habían desmoronado como un castillo de arena. Sabíamos también que estábamos viviendo en un sistema que había proclamado la competencia y el éxito como principios incuestionables y supremos, y que ofrecía la felicidad a cambio de dinero. Sí, lo sabíamos, pero nos parecía preferible mirar hacia otro lado, resguardándonos bien detrás de algunas palabras solemnes y vacías: democracia, derecho, mercado, competencia. No comprendimos, o no quisimos comprender, la admonición que ya hace muchos años nos hiciera Merleau-Ponty en una de sus páginas brillantes: “Una sociedad no vale lo que declara
Una vez más, vuelvo a Camus. Tomo el volumen de Aguilar que contiene sus obras narrativas traducidas por Federico Carlos Sáinz de Robles (h), y lo abro en una de las páginas que he señalado con las tiras de papel blanco que suelo usar para no perder los lugares que me importan. Leo: “Así, a lo largo de la semana, los prisioneros de la peste se debatieron como pudieron. Ya algunos de ellos (….) llegaban incluso a imaginar que obraban aún como hombres libres, que podían elegir. Pero, de hecho, podía decirse en ese momento (….) que la peste había cubierto todo. No había ya destinos individuales, sino una historia colectiva que era la peste y los sentimientos compartidos por todos.”
Entre los mitos hebreos que hacen del Antiguo Testamento un tesoro de la imaginación, el mito del Paraíso Terrenal es uno de los más estimulantes. A él se remite necesariamente el mito cristiano del Cielo o Paraíso, entendido como morada del Padre –o sea, ese Paraíso que Milton ya consideró perdido para siempre. Sin embargo, la diferencia es notoria: el viejo mito hebreo puso el paraíso en la Tierra, y fue la casa donde el imaginario Adán vivió su vida de señor de todo lo creado; el mito cristiano, en cambio, lleva el paraíso a un lugar extraterrestre que, a pesar de su nombre, no se identifica con el cielo cotidiano, como solemos llamar al espacio interminable.
Envuelta en la leyenda y reclamada por algunas feministas de izquierda y por la Iglesia Romana, Hildegard von Bingen suele ser recordada como hábil pitonisa, sagaz adelantada de la ciencia y precursora de la liberación femenina. Nacida en el valle del Rin en 1098 y muerta en el monasterio de Rupertsberg en 1179, fue compositora, escritora, naturalista y hábil política que manejó los hilos de la difícil relación del pontificado con el Sacro Imperio Romano Germánico, y sus continuas visiones le valieron los apodos de “la sibila del Rin” y “la profetisa teutona”. Parece que su influencia fue tan grande, que el Emperador Federico I Barbarroja buscó y siguió siempre su consejo, lo mismo que Enrique II de Inglaterra y la mítica Leonor de Aquitania. Y como si todo eso fuera poco, hay quienes le atribuyen el mérito de haber reivindicado el derecho de las mujeres al placer.