Hoy, 9 de julio, se cumplen exactamente 95 años de la Revolución Juliana, quizá la única de las “revoluciones” de nuestro siglo XX que merece el nombre de tal, porque incidió profundamente en la estructura de la República y dejó una honda huella. El Banco Central y la Contraloría General le deben su existencia, además de otras instituciones y leyes. A ella está asociada la memoria de una generación de oficiales jóvenes que decidieron poner fin a las corruptelas de una Revolución Liberal ya decadente. De ella surge la figura del doctor Isidro Ayora, ejemplo de gobernante honesto y decidido que merece ser mejor recordado. Qué doloroso es evocar su figura y la obra truncada de la llamada “revolución de los tenientes” cuando la República se encuentra hundida en una orgía de corrupción que ha llegado a superar todas las etapas semejantes que nuestra memoria puede recordar.
Con frecuencia se ha dicho en estos días que la corrupción que nos asfixia no es de ahora (lo que es cierto) porque viene desde la década pasada (lo que es falso). Si queremos la verdad, debemos decir que la corrupción de las instituciones públicas viene desde la época hispánica, generalmente conocida como Colonia. Alguna vez, hace ya muchos años, el historiador Jorge Núñez publicó en un suplemento de este diario una página entera con la enumeración de los personajes corruptos de aquellos siglos, con el detalle de sus trampas. El nacimiento de la República en 1830 no cambió esa situación; antes bien, la institucionalizó. Veintimilla pasó a ser por mucho tiempo el paradigma de mandamás corrupto. Pero nunca se llegó a los extremos que hoy hemos llegado. Últimos o casi últimos en la América Latina cuando se trata de cualquier aspecto positivo, en corrupción disputamos los primeros lugares. El propio presidente de la República dijo alguna vez que donde quiera que pongamos un dedo brota pus, pero sus tibias medidas no han contribuido a sanar el cuerpo enfermo de la sociedad y del Estado. La señora Fiscal General y la Contraloría hacen un esfuerzo sobrehumano para combatir a los ladrones enquistados en todas las instituciones, lo cual les honra en sumo grado; pero sus esfuerzos resultan insuficientes porque son esfuerzos solitarios. Si hace poco nos escandalizamos de los negocios que se realizaron para sacar provecho de la pandemia, en estos mismos días nos hemos quedado mudos de asombro al descubrir que numerosos funcionarios, incluyendo algunos que parecían destacarse por su limpio proceder, han sido beneficiarios de una trampa infame que les convirtió en “discapacitados”. Da asco escribir sobre estas cosas.
Qué pena da tener que recordar la Juliana cuando la República zozobra en medio de una corrupción que se extiende desde las altas esferas hasta los bajos fondos. Las reservas morales que aún nos quedan parecen haberse paralizado por el miedo y la sorpresa: es necesario despertarlas.