Un grupo de eminentes ciudadanos ha presentado ante la Asamblea Nacional un proyecto de reformas a la Constitución, y su estudio ya ha comenzado. Se trata de reformas puntuales, convenientes y necesarias; pero todos sabemos que no son suficientes. Hay que apoyarlas, puesto que las circunstancias no nos permiten ir más lejos; pero no debemos olvidar que una Constitución, como cualquier ley, es un cuerpo unitario que no cambia en esencia con la introducción de reformas parciales. Lo que necesitamos (y hay que decirlo con claridad) es una nueva Constitución, una que acierte después de veinte equivocaciones. Si desde 1830 hemos buscado la perfección constitucional bajo la falsa premisa de que la ley ordena la realidad, es hora de admitir que la verdad es lo contrario: la realidad impone lÃmites a la validez de la ley.
Me explico. Cada sociedad está constituida realmente de alguna forma determinada. La Constitución PolÃtica más adecuada es aquella que logra reflejar esa constitución real de la sociedad y organizar el Estado con las instituciones convenientes para ello. Pero ocurre que, desde nuestro nacimiento como Estado independiente, sus clases dirigentes no han querido aceptar que nuestra sociedad es radicalmente heterogénea, y han preferido la ficción de una sociedad homogénea. De ahà que las normas, cuando calzan para unos, no calzan para otros.
Hay que empezar, en consecuencia, por entender la realidad. La nuestra es una sociedad desintegrada. No solo que la geografÃa ha creado las condiciones para la formación de comunidades cerradas en sà mismas, sino que la historia ha favorecido la coexistencia de diversos grupos étnicos y económicos que han vivido dándose la espalda mutuamente, cuando no lo han hecho los unos contra los otros. Tales comunidades y grupos nunca han estado presentes en cuanto tales en los organismos del Estado: la ley les ha invisibilizado bajo un uso sofÃstico del principio democrático de igualdad. Los desajustes derivados de ese hecho han sido la fuente de múltiples tensiones y han determinado la naturaleza injusta, desequilibrada y excluyente de todas las instituciones jurÃdicas y polÃticas. Quizá esos desajustes sean también los responsables de la gravedad que entre nosotros ha llegado a tener el fenómeno de la corrupción, cuyas causas, sin embargo, tienen otro origen.
Creo que fue Georges Clemanceau quien dijo alguna vez que la guerra era un problema demasiado grave como para dejarlo en manos de los generales: parodiando al gran estadista, podrÃa decirse que la Constitución es algo demasiado serio como para dejarla exclusivamente en manos de los juristas. Entender la sociedad, entender la génesis de las tensiones, entender en profundidad lo que implica el choque de diversas visiones del mundo, son tareas de sociólogos, antropólogos, historiadores y filósofos: sin su saber no habrá Constitución que dure más de veinte años ni sociedad que la resista.