Tal como están las cosas, se necesitaría estar hecho de la madera de los héroes o los mártires para competir por la presidencia de un país que, llana y simplemente, está en quiebra, con su eticidad por los suelos, su sistema educativo en jirones, su naturaleza amenazada, a merced de una delincuencia sin freno y atrapado además por un bicho despiadado que ni siquiera es bicho. Por más que un ministro repita que todo está bajo control y otro ministro asegure que “ya mismito” llegan más millones desde China, la experiencia nos enseña que la verdad quizá sea precisamente lo contrario. ¿Quién se arriesgaría entonces?
Ningún político sensato, por supuesto, aunque decirlo así es incurrir en una contradicción en los términos. “Político” y “sensatez” son conceptos que se rechazan mutuamente, como se rechazan el agua y el aceite. En estos tiempos, ser político supone haber sido arrebatado por la locura, o por esa insensatez que se llama ingenuidad, o por aquella otra que se llama vanidad… O por aquel “sentido práctico” que consiste en trasladar al campo público las malas artes de Mercurio.
La probabilidad de cada una de estas alternativas va de menos a más. Que alguien tenga madera de héroe o de mártir no es imposible, pero en estos tiempos de transnacionales y mercado, es muy, muy improbable. Más probable es que haya un ingenuo que todavía crea en la limpieza del sistema electoral.
Pero más, muchísimo más probable, es que aparezca un vanidoso. Mi madre contaba que en su niñez oyó hablar de un rico hacendado que tenía una estampa verdaderamente hermosa y era muy aficionado a los caballos. Sin tener nada en qué pensar, porque no era su costumbre someterse a grandes sacrificios, se acicalaba en su dormitorio y se contoneaba como caballo de paso ante un espejo de cuerpo entero diciendo: “si yo fuera caballo costaría mil sucres”. La especie no se ha extinguido, solo que sus palabras han variado: ahora hay gentes que gozan al contemplarse en el espejo diciendo: “si yo fuera presidente…”
Pero la alternativa más probable es la de aquel que aun sin espejo, se dice por la noche: “si yo me candidatizara para presidente costaría….” Ponga usted la cantidad, amigo lector. En las actuales circunstancias, puede llegar a ocho cifras.
La cuestión no pasaría de ahí si todo esto fuera un juego de salón para entretener a las visitas. Lo malo es que en este caso se ha puesto sobre el tapete el inmediato porvenir de un país, el suyo y el mío, y entonces el juego se nos ha transformado en tragedia. Porque una cosa es que haya locos, vanidosos o mercaderes sin vergüenza ni civismo, y otra verdaderamente angustiosa es que ¡tendremos que votar por uno de ellos! Puede entenderse por qué he pensado que merece un monumento aquel que tuvo la idea de liberar de la obligación del voto a quienes, siendo de primera por nuestra sola condición de miembros de la tribu, somos de tercera por la edad.