Supongo que todos hemos hecho alguna vez una pausa en nuestra vida cotidiana. Bien sea con el rostro amable de unas vacaciones, con el agrio talante de alguna enfermedad pasajera, o bien con la grave presencia de la muerte cercana, las pausas conocidas nos han dado la ocasión de sopesar las experiencias que forman nuestro equipaje inseparable, y quizá algunas veces nos han sido propicias para adoptar aquellas decisiones que han abierto ante nosotros nuevos panoramas y provocadores desafíos.
Pero antes de nosotros, nadie en el mundo tuvo la experiencia de una pausa prolongada y planetaria, acompañada de serias restricciones y advertencias y atravesada por la incertidumbre y el miedo. Nadie asistió antes de nosotros a esa lóbrega cuenta de los muertos del día, dicha con la frialdad oficial de la estadística, como si se tratara de contar las reses que han ido al matadero. Peor todavía, nadie escuchó de los autorizados labios de un ministro que la enfermedad y la muerte seguirían acompañándonos en altos porcentajes: por mucho que se pondere la pequeñez de la proporción que representarán esas muertes en la contabilidad del Estado, seguirán siendo vidas humanas, es decir proyectos, es decir afectos, es decir sueños y nostalgias que se truncaron para siempre.
Querámoslo o no, esta circunstancia traerá aparejados grandes cambios no fácil de vislumbrar. En la perspectiva individual, es probable que una inmensa cantidad de personas modifique sus hábitos: el trabajo y el ocio, el estudio, la amistad y el amor ya no serán los mismos, pero a pesar de repetirlo, ignoramos todavía qué modelos de vida, enteramente nuevos, llegarán a ser configurados con la solidez suficiente para definir nuevas culturas. En la perspectiva social (que no es la simple suma de las perspectivas individuales, sino una estructura compleja que agrega más a la suma de las partes) no podemos otear sino un inmenso signo de interrogación.
Los optimistas piensan que se abrirá una nueva época, cualitativamente mejor que ésta cuyo final ha llegado abruptamente. Ojalá tengan razón. Por mi parte creo que nuestra época viene muriéndose cuando menos desde hace cincuenta años, y que la próxima no encontrará cimientos sólidos para levantarse sobre ellos, por lo cual deberá comenzar por construirlos.
¿Debemos esperar que una construcción tan importante sea realizada por los infaltables políticos? ¡Dios nos libre! Tenemos a la vista lo que ellos han hecho hasta el presente. Nada tengo en forma personal contra ninguno, pero hay que admitir que todos, en conjunto, son una calamidad peor que la pandemia, y tanto, que han estrangulado desde hace tiempo a la Política. Me gustaría pensar que la construcción del futuro será asumida más bien por los poetas: no olvidemos que los fundadores de la civilización occidental fueron Ulises, el navegante fabuloso, y Platón, el soñador insuperado.