No hay mal que por bien no venga –dice el refrán, y en estos tiempos de encierro y de pandemia no han faltado quienes lo recuerdan al contemplar la escena de algún ciervo que cruza tranquilo una calle desolada, o la escena de las tortugas marinas que salen felices a una playa desierta. Claro: estos y muchos otros animales han sentido la ausencia de su mayor depredador y han creído posible recuperar aquellos espacios que les fueron arrebatados en nombre de la civilización y del progreso.
Tampoco han faltado quienes ponderan la limpieza del aire y la claridad del agua, o sea, el renacer de la naturaleza, y nos regocijamos por ella, pero muy pronto nos invade nuevamente el desconsuelo: para que la naturaleza viva, ha sido necesaria y una larga hibernación del animal humano.
Pero no se trata solamente de la naturaleza, sino también de la cultura. Desde aquel que aparece en su balcón para entonar la canción más conocida del lugar, estimulando a sus vecinos a seguirle, hasta una veintena de integrantes de alguna de las mejores orquestas europeas que se ponen de acuerdo para ejecutar una serenata de Mozart, mediante la técnica de la video-conferencia, parecería que la música se ha convertido en una suerte de tabla de salvación para quienes estaban ya al borde de naufragar en la histeria. Por ahí, un guitarrista célebre ofrece al mundo el regalo de un recital gratuito que se extiende por un buen par de horas; por allá, el vecindario entero empieza a hacer palmas y una mujer nonagenaria hace lo que puede para esbozar los pasos de una bulería; más allá, un flautista, un muchacho con una armónica, un viejo con un violín que a ratos suena destemplado… No se trata de profesionalismo, y menos aun de maestría o virtuosismo; se trata solamente del corazón humano. Porque incluso sin pensarlo, todos saben que nos necesitamos los unos a los otros, y en estos tiempos no encontramos nada mejor que la música para poder comunicarnos sin necesidad de las palabras. No es que tengamos algo especial que decirnos: es que tenemos el especialísimo mensaje de sabernos juntos para resistir todavía un poco más.
Hay quienes han encontrado en las redes los videos que nos hacen participar de esas escenas, han dicho un ‘qué bonito’ que suena a hueco, y han pasado al angustiado repaso de las cifras en rojo de una economía cuya quiebra ya es inocultable. Es una lástima.
Si por un momento se metieran dentro de sí mismos quizá podrían descubrir que detrás de una experiencia como esta se encuentra una verdad que generalmente se soslaya: necesitamos la cultura como los peces el mar y las gaviotas el aire, porque la cultura es la atmósfera propia de la especie humana. Y la cultura es arte, es comunicación, es forma; es, sobre todo, la suma de prácticas sociales que trazan en el tiempo los rasgos de nuestra identidad; es la ventana mental que nos permite mirar el futuro que deseamos.