Cuando ya todo había terminado y el silencio envolvía un palacio lleno de agujeros, el general que gobernaba con el título de presidente proclamó que era imperioso borrar aquel día de la historia. Dóciles y sensibles, pero incapaces de renunciar a su espíritu quiteño, algunos periodistas encontraron de inmediato la manera de referirse a ese día que costó 25 vidas: “la Guerra del 32 de agosto”. Tal denominación era acertada; no obstante, el espíritu generalmente taciturno de los ecuatorianos de la Sierra no tardó en encontrar otra denominación, rigurosamente fundamentada en los hechos: “Guerra de la Funeraria”, puesto que otro general, molesto por la figura del general-presidente, había provocado el alzamiento de una tropa tan pequeña como audaz, y había establecido su comando a dos cuadras del palacio, en un pequeño negocio que ofrecía los inevitables servicios que demanda la muerte. Apenas una línea separa el heroísmo del ridículo.
El 32 de agosto de este 2020 se conmemoró el 45º aniversario de aquel tragicómico día que dejó de existir en el calendario nacional. Curiosamente, con él se siguió una regla no escrita que nuestra historia del siglo XX ha cumplido a rajatabla: la regla de los terremotos y sus réplicas. Porque a partir de la Revolución Liberal (1895), cada veinte o treinta años nuestra política ha experimentado un terremoto bajo el hiperbólico nombre de “revolución”, de modo que bien se podría pasar revista a tan inquieto siglo enumerando sus “revoluciones”. Claro que tal enumeración puede sonar a letanía, pero no importa: nuestro estado sigue siendo laico mientras no exista en el gobierno alguien que pretenda poner las leyes vaticanas sobre las normas de nuestra propia Constitución.
Así podemos decir: 1895, Revolución Liberal; 1925, Revolución Juliana; 1944, Revolución Gloriosa; 1972, Revolución Nacionalista. Y, claro, a cada una de estas “revoluciones” le corresponde una réplica: después de la Liberal, hubo el golpe de estado de 1906; después de la Juliana, la Guerra de los Cuatro Días (1932); después de la Gloriosa, el “manchenazo” (1947); después de la Nacionalista, la “Guerra de la Funeraria” (1975).
Con tantas “revoluciones” y réplicas, ¿somos quizá el país más revolucionario de la Tierra?Claro que no. Nos gusta hablar sin tregua de la urgencia del cambio y de la necesidad de una profunda transformación, pero siempre cuidamos que nuestras radicales intenciones no lleguen más allá de las palabras. Por eso me gustaría preguntar a nuestros constitucionalistas cuánto ha cambiado el estado ecuatoriano desde 1830 hasta ahora. Me dirán que ha cambiado, desde luego, porque lo contrario sería un despropósito; pero para haber tenido tantas “revoluciones” (sin contar las del siglo XIX), ha cambiado tan poco, pero tan poco, que no se corresponde con los cambios profundos de nuestra sociedad.