Empecé a escuchar una sonata de Beethoven ejecutada por Daniel Baremboim, cuando me llamó un amigo con quien no había hablado largo tiempo. Detuve la música y me dispuse con gusto a charlar un largo rato. La conversación, como era previsible, incluyó las preguntas por la salud de ambas familias, los comentarios sobre el covid y sus probables rebrotes, duras expresiones sobre el fallido propósito de recortar los presupuestos universitarios, y especulaciones sobre lo que espera al Ecuador como consecuencia de las leyes que acababan de aprobarse.
Pero entre todos los temas, el que más me impresionó fue el relacionado con las sensaciones que va dejando en nosotros este extraño período de recogimiento. “Lo raro es que cada día me siento más desligado de todo esto” -me dijo mi contertulio, y agregó unas palabras que nunca creí posibles en sus labios: “Es como si estuviera en un país extranjero”. Le respondí que esa sensación es una consecuencia evidente del encierro, puesto que su único contacto con el mundo exterior está en los noticieros; pero mi interlocutor, algo mayor que yo, me dijo enseguida: “No, no; eso pensé también al principio, pero lo que siento es peor. Cada vez que hablan las autoridades tengo la impresión de que me mienten; cada vez que veo a la gente aglomerándose en ciertos lugares me parece que esa no es mi gente; cada vez que veo los contenedores con cadáveres sin nombre y escucho a las personas que reclaman por el cuerpo de sus muertos, me parece estar mirando una mala película de terror. Y nada de eso corresponde a la idea que tenía de mi país… Y para colmo, si oigo noticieros extranjeros, me doy cuenta de la imagen tristísima que el Ecuador está proyectando ante el mundo…”
No supe qué responder. Recordé que no hace muchos días yo había escrito en mi cuaderno de notas que la palabra patria (con minúscula) me hace evocar solamente cierta esquina de la calle Junín, el patio de mi antigua Facultad, un café que ya no existe frente al Ejido, la cuencanísima Calle Larga, un jardín de Ficoa, la perspectiva solemne del Chimborazo bajo la luz de la luna, el mar de montañas que se observa desde una casa de Zaruma, el ancho Guayas visto desde un balcón de un restaurante en Las Peñas, un rincón de la orilla mansa del Upano… O el rostro lejano de una mujer que asomaba en el brevísimo espacio de un mostrador en su tienda abarrotada, el negrito que llegaba todas las mañanas con su balde de leche, y una canción que habla del fogón, de tortillas y una leña que todavía está verde. Pero nada, nada de caballeros bien vestidos con una banda tricolor sobre el pecho y una sonrisa postiza en el rostro, nada de rituales que traspasan el límite entre lo solemne y lo ridículo, y sobre todo, nada de discursos congresiles sobre la Patria Gloriosa (con mayúscuas)…