La caminata nos juntó. Antes vivíamos dispersos e inmersos en nuestros mundos. El camino y la naturaleza fueron pretextos para lograr, paso a paso, un propósito saludable: andar por un sendero previsible, en medio de un parque maravilloso, al pie del volcán Pichincha.
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Y el encanto duró poco. Un lapso razonable que convivió con el espacio natural, que dio como resultado amistades pasajeras. El olor a hierba y eucalipto fresco completaban el escenario que unía a seres animados e inanimados, que era roto sutilmente por nuestras voces, al hacer un alto, de cuando en cuando, para mirar a los ojos, gesticular con las manos o mirar al cielo, que en ocasiones se veía atravesado por curiosas aves -los colibríes- de colores del arco iris, que parecían insectos.
El saludo matinal era el primer aviso; luego el abrazo generoso, la sonrisa espontánea, y más tarde el caminar lento -sin apuros- por un atajo de adoquines que compartía con el verdor de la hierba que crecía, de lado a lado, a la vera del camino, saturado de flores amarillas que saludaban al sol a ras del piso, y con sus leves movimientos invitaban a las mariposas a posarse en busca de polen.
Y así aparecieron nuestras vidas cruzadas por gratos instantes, donde la escucha era la principal protagonista. Las voces, matizadas a veces por carcajadas, sirvieron para alimentar los espíritus de mensajes y a veces de enseñanzas y aprendizajes.
Recuerdo las palabras graves del exmilitar, con la cabeza blanca y rapada -que caminaba a un buen ritmo- como en aquellos tiempos cuando dirigiría -según él- los escuadrones de conscriptos, ¡en marcha siempre hacia el valor y la dignidad…por los caminos de la Patria! O la de la señora de pelo rubio y ojos azules, de buen decir, que compartía versículos de la Biblia, en frases hermosas que parecían bajadas de la eternidad.
O la del viajero contumaz, quien decidió conocer el planeta después de lograr una riqueza sufrida, pero que jamás compartía sus descubrimientos con sus amigos, salvo generalidades sobre desfiles, carnavales y diversiones en el primer mundo. O el discurso de la dama agradable y virtuosa, llena de ternura y habilidades para organizar eventos, comidas sabrosas y, sobre todo, para alimentar los espíritus, quien, luego de una corta enfermedad, nos dejó huérfanos y cortesías memorables.
O la del hombre de cierta edad, que un día me quedó mirando a los ojos, y me dijo: “Tú eres cara conocida; creo que fue en la otra vida donde te encontré, o talvez en una película de suspenso y acción”, ante lo cual me quedé perplejo, y comencé a pensar seriamente que ese ser era un extraterrestre o un loco de remate.
O la de la mujer flacuchenta, de cabeza cana y un tremendo sombrero de ala ancha, que hacía ejercicios sobrehumanos con sus brazos y pesas de cartón, y gritaba a los cuatro vientos: “uno, dos, tres, cuatro; uno, dos, tres y cuatro…” ¡Todo para fortalecer sus brazos flácidos!
Y por fin, a mi retorno, al llegar a casa, el encuentro inevitable con un hombre -de 86 años- elegante y bien erguido que, con el paso del tiempo se fue inclinando… hacia la Tierra, con el periódico en el sobaco, las canas brillosas, los dientes podridos y la sonrisa a flor de labios, quien, varias veces, me repitió la misma historia: que tiene nicho propio, que su mujer le abandonó y que sus hijos han sido ingratos…hasta que le llegó la parca. Un día cualquiera, un carro viejo de una funeraria parqueó al frente del conjunto y cuatro hombres fornidos subieron un bulto. ¡El camino para él había terminado!
Y las vidas cruzadas continuaron para mí hasta que nos visitaron los apagones. ¡Y todos desaparecimos! La oscuridad nos paralizó. Quedaron impávidos los árboles, las hierbas, las mariposas, los pájaros y las flores silvestres.
La naturaleza no se había contaminado. No requería comunicados de malas noticias –ejercicios burocráticos con sellos de autoridad, que anunciaban no la llegada de la luz, sino de las tinieblas-. La hora de las linternas llegó, los tiempos de los semáforos apagados, las radios y televisoras silenciosas, mientras los sobrevivientes del país ecuatorial reconocíamos que todavía estábamos vivos.
Bastó la presencia de una colección de recuerdos dejados por los amigos caminantes que se fueron este año, y que se adelantaron al funeral de la esperanza.