Uno de los problemas recurrentes en la humanidad es la intolerancia, como caldo de cultivo de la violencia. Si los pueblos fueran más tolerantes, es decir, que pasen por alto las diferencias de edad, sexo, religión, cultura, color, ideología, condición social o económica… el mundo sería más viable.
En las siguientes líneas algunas pistas para construir la tolerancia en los principales espacios de la vida social, escolar, económica, cultural y política.
Darwinismo social
Al recorrer los principales periódicos del Ecuador y Latinoamérica encontramos recuentos de malas noticias: catástrofes, conflictos, guerras, destrucción, violencia y signos de intolerancia. No hay lugar donde se ejerza y practique la paz, de manera absoluta, como principio y estrategia de convivencia, y donde los derechos se equilibren con los deberes de los Estados y los ciudadanos.
Las normas dejaron de ser referentes para los pueblos, porque, salvo excepciones, prevalece la ley del más fuerte –conocido como Darwinismo social– en todos los escenarios de la vida: las familias, las ciudades, los ambientes laborales, la política y la economía, especialmente.
¿Qué está pasando? Thomas Hobbes habló del ‘hombre como lobo del hombre’, que estigmatizó un modelo de ver la historia de la vida humana signada por la violencia, la guerra y la intolerancia. Y no es, ciertamente, una visión pesimista del mundo, sino un reflejo de la realidad que sucede y que comunican los periódicos, la televisión, la radio, la Internet y las redes sociales en tiempo real.
Basta sentir y comprobar el grado de violencia intrafamiliar que padecen nuestros hogares, la agresión continua que vivimos en las calles –una auténtica ‘fauna urbana’ tolerada por la ley-, que se suma a la incertidumbre e inseguridad prevaleciente en los espacios social, político y económico.
¿Las causas?
Los especialistas ubican las causas de estos fenómenos en la condición humana, proclive a la confrontación y a los diversos tipos de violencia, solamente morigerados por la cultura, la razón y los acuerdos implícitos que, de alguna manera, bajan la intensidad de las relaciones y acciones de las personas y los pueblos, de por sí, instintiva y primariamente, violentas.
Ralf Linton en su obra ‘El estudio del hombre’ decía que ‘no somos ángeles caídos, sino antropoides erguidos’. Este relato da significado a la naturaleza de los seres humanos que, desde tiempos inmemoriales, han luchado por la supervivencia, el territorio y la sexualidad.
Las causas de estos niveles de intolerancia son complejas, y no recaen sobre una cultura o región, sino que caracterizan a la sociedad humana en su conjunto. Recuérdese las dos guerras mundiales escenificadas en el siglo XX, y los resultados del exterminio de millones de personas, en una era en la que, supuestamente, hubo las mejores condiciones para el logro de un entendimiento racional sobre las diferencias. Pero sucedieron -y seguirán apareciendo- para escarnio nuestro y de unas Naciones Unidas débiles, ante las frecuentes amenazas de nuevos brotes de violencia por obra del poder o de los poderes en disputa, y por designio de los autoritarismos y fundamentalismos.
Otras violencias
Los expertos sostienen que las guerras convencionales, supuestamente, se han terminado, pero han nacido otro tipo de guerras –las comerciales-, aquellas que generan pobreza, exclusión y miles de damnificados en el mundo y, son causas de conflictos subterráneos, pero que incuban nuevos escenarios para la desunión y la confrontación. También se habla de la guerra digital, la que se libra en los predios de las tecnologías, que imprimen su propia dinámica en la denominada sociedad audiovisual.
Pero existe un clima de violencia más evidente y sórdida: el que se produce dentro de nuestras familias, por el alarmante grado de descomposición ética, las agresiones morales, psicológicas y físicas que sufren millones de mujeres y niños. Las cifras apenas son indicadores de otro tipo de pobreza moral que asuelan nuestros hogares, que se expresan en el falso machismo, el acoso sexual, donde la intolerancia se manifiesta de muchas maneras.
La alteridad
Aceptar que somos diferentes es el primer paso para crear un ambiente de vida sana. No hay recetas para construir una metodología, sin embargo, es necesario que la familia, la escuela y la comunidad –espacios naturales donde se forman los seres humanos- den señales de cambios visibles, a través de relaciones más afectivas, más nutritivas y menos dañinas.
La alternativa válida es la educación, una educación que inculque y practique la solidaridad, la existencia de otros seres humanos, con iguales derechos y deberes correlativos. Una educación diferente que permita el descubrimiento de la existencia del otro –la otredad-. El ‘yo’, por lo tanto, tiene un camino: el encuentro con el ‘otro’, que es la alteridad. Y este es un proceso de concienciación que no podemos eludirlo.
Por una ética civil
Los líderes tienen también responsabilidades compartidas. La tolerancia debe ser ejercida y sostenida por valores. En ese sentido, los medios de comunicación tenemos mucho que decir y hacer. Porque solamente la tolerancia es el sendero por donde transita la democracia.
La publicación de hechos y actos violentos son parte de esta parafernalia informativa, en esta sociedad donde predomina el espectáculo, como avizora Mario Vargas Llosa. En esa gran pantalla aparecen escenarios y personajes de toda laya, ubicados, en una misma “parrilla”, la codicia, la maldad y la inmundicia, junto a la bondad, la solidaridad y el amor.
Los hogares y los centros educativos son escenarios ideales donde se pueden identificar y practicar los verdaderos valores humanos, y optar, con pensamiento crítico, por una ética civil articulada a la defensa de la vida, al respeto del pensamiento ajeno y la tolerancia.