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En este tiempo difícil y oscuro de pandemia me ha tocado acompañar a algunas familias que han sufrido en carne propia la cercanía de la muerte.
Los dictadores y políticos de pacotilla suelen decir, cuando comienza una nueva etapa, que inicia una nueva era, un nuevo ciclo, el no va más…
En este tiempode pandemia, de listas de espera para encontrar una cama UCI o un respirador, tiempo de luto y de lágrimas, cuando paso delante de los hospitales miro hacia las ventanas con profunda compasión. Trato de imaginas rostros e historias, personas que sufren y que, quizá, previo al coma inducido, se han quebrado pensando que la vida se les escapaba de las manos. Una vida vivida hasta pocos días antes con normalidad, ilusión y esperanza, enfrascados en lo cotidiano, en lo que parece que no tiene importancia hasta que se pierde... ¡Qué diferente resulta estar a uno u otro lado de la ventana!
Cuando un obispo cumple 75 años debe presentar su renuncia al Papa. Así lo establece el Código del Derecho Canónigo. Y eso fue lo que hizo, el pasado 25 de marzo del 2021, monseñor Julio Parrilla, quien estuvo al frente de la Diócesis de Riobamba.
Después de pasar treinta años en el país y de apostar seriamente por la justicia social a la luz de la Doctrina Social de la Iglesia (DSI), percibo cada día con mayor claridad que una de las dificultades fundamentales de nuestras democracias y, al mismo tiempo, uno de sus grandes desafíos, es la desigualdad y la inequidad que campea en nuestros pueblos, en los que, de forma inveterada, son pocos los que tienen mucho y muchos, muchísimos, los que tienen poco.
Posiblemente bajo la influencia del covid-19, el Club de Lectura Amanecer me pidió que reflexionara sobre la La Peste de Albert Camus. Agradezco la oportunidad pues, aunque La Peste se publicó en 1947, los interrogantes que plantea tienen una gran actualidad.
Vivimos tiempos inciertos y, a pesar de las sonrisas y promesas de los candidatos, somos muchos los que nos preguntamos qué será de nosotros, de este bendito país, sometido a la ruleta rusa de elecciones nuevas y de ofertas viejas.
Poco a poco la pandemia nos ha ido cercando y sometiendo hasta tal punto que muchos de los problemas que experimentamos se han normalizado. El covid 19 ha sido una tragedia, un enorme sufrimiento para nuestra sociedad ecuatoriana y, en especial, para cuantos han muerto o han sentido el desaliento de la muerte en la carne rota de sus seres queridos. La enfermedad, la agonía y la lucha por sobrevivir, el paso por la UCI, la ausencia de camas y de respiradores, las listas de espera, la peregrinación de farmacia en farmacia, los cementerios saturados, la soledad de vivos y muertos,… se acabó imponiendo como parte del paisaje habitual. Y, como un contrapunto maldito, las fiestas clandestinas, las aglomeraciones, el chupe a discreción según el arbitrio de cada uno en cualquier tugurio, esquina o balcón… Son realidades que nos dan la pauta de nuestra inconsciencia, de nuestra capacidad para convivir con la muerte.
Hace una semana nuestro pueblo votó pero todavía no se define quién nos gobernará en los próximos años. No me refiero únicamente al Presidente de la República, sino a la clase política que llevará el timón del Estado. Complicada está la historia de la segunda vuelta. Durante la campaña abundaron frases huecas, acusaciones, palabras de menosprecio, incluso de rechazo y de odio. En un momento dado, parecía que los discursos se congelaban y, unos y otros, repetían la misma matraca. Hemos visto, en general, poca calidad política y un escaso sentido de Estado, como si los problemas de la gente fueran de pronto secundarios. Lo peor no ha sido la vacuidad de las propuestas, sino la ausencia de una cultura de consenso y de pacto que refleja la ausencia de una idea común de país. Cada cual, salvando algunos atisbos clarividentes, fue a lo suyo. Sería muy triste que eso mismo se repitiera ahora. Hay que respetar la voluntad popular y pensar en el Ecuador. Y recontar los votos si fuera necesario.
Al comienzo del nuevo año, quisiera insistir en el tema de la esperanza. Y, si bien para nosotros, los cristianos, la espera ya se acabó y sentimos que el tiempo se ha cumplido, creo que una palabra de esperanza activa nos viene bien a todos. Máxime en el atrio de un nuevo año que, en los avatares de la vida social y política, amanece preñado de nubarrones.
En estos tiempos de pandemia, con cifras de enfermos y de muertos que nos dejan impactados y desconcertados, inquietos y temerosos, creo que es importante retomar el tema de la espiritualidad humana, al que todos, creyentes y no creyentes, tenemos acceso por razón de nuestra condición humana.
La pandemia, con sus mortíferas alas extendidas sobrevoló durante el año 2020 nuestras vidas. A pesar de cuarentenas y distancias sociales, tuvimos que acompañar a mucha gente y repartir pan y esperanza. Pudimos palpar la pobreza de muchas familias que, al amparo de la Navidad, sintieron con mayor fuerza y sentimiento sus carencias. Apagadas las luces de la ilusión, quedan la fe, el realismo y la vuelta a lo cotidiano. Seguimos, mal que nos pese, con el covid planeando sobre nuestras cabezas, enfrentados a unas elecciones inciertas y a un empobrecimiento galopante.
Nos ha tocado vivir una Navidad en medio de la pandemia, más replegados sobre lo nuestro y sobre nosotros mismos… Un tiempo bueno para un mayor silencio, intimidad y acompañamiento de las personas verdaderamente imprescindibles y queridas. La verdad es que yo ya estoy un poco saturado de tantas luces, ofertas, regalos y fiestorros. Desde hace tiempo tengo la sensación agobiante de que el consumo devora la Navidad y que el Niño se nos vuelva cada día más insignificante. Y, sin embargo, sin él, todo pierde sentido.
El próximo viernes, 25 de diciembre, será Navidad. Y el 24 en la noche, buena a pesar de todo, nos reuniremos en torno al portal. El nacimiento es un arte breve que cada año se reinventa, frente a la dolorosa conciencia de los que faltan y ya no están. Más de un poeta ha reflejado con carácter simbólico la fiesta y el reencuentro navideño, lleno de presencias y de ausencias definitivas. Nunca se llora tanto al ausente como en Navidad. Lo reflejaba intensamente Lorenzo Gomis, poeta y periodista: “Olor de musgo, olor de infancia / de muertos que se ríen como niños, / de muertos que renacen y hacen guiños / jugando con la tierra, madre viva”.
El Santo Padre Francisco ha tenido a bien nombrar un Obispo Coadjutor (con derecho a sucesión) para la diócesis de Riobamba. Lo ha hecho en la persona del P. Gerardo Nieves Loja, un sacerdote bueno, hombre de fe, profundamente pastoral y académico al mismo tiempo, sencillo y cercano, capaz de iluminar éticamente este mundo nuestro andariego, desconcertado y necesitado de compasión. Quiere esto decir que se acerca la hora de mi jubilación, algo que ocurre con diez años de retraso, más o menos, respecto de la sociedad civil. El último año, por causa de la pandemia, no ha sido tan grato. Y, aunque uno ha procurado hacerse presente de mil maneras en medio de la gente y ha tratado desde Cáritas de cubrir tantas necesidades, es evidente que el covid ha ralentizado muchos de los proyectos emprendidos. Así es la vida. Toca afrontar.
En estos tiempos de pandemia, que ya se hacen largos y pesados, he sido testigo de no pocos gestos de amor que, en medio del cansancio, me han recordado la grandeza de la condición humana: la madre cuidando del hijo contaminado y el hijo cuidando de la madre enferma, el profesional de la salud dolido y harto de trabajar, arriesgando su vida y la de su familia mientras otros promueven farras y peleas de gallos, las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, tocada la comunidad entera por el covid, inquietas y ansiosas por volver a la primera línea,… Y, así, un inmenso ramillete de espigas del cual el hombre puede sacar su mejor pan. Sobran las palabras, porque el amor no necesita explicaciones que, con ser amor, se basta.
He podido ver (¡por fin!) “La isla de los monjes”, una película que, en los tiempos que corren, se vuelve imprescindible. Un faro, esa luz que guía al navegante hacia puerto seguro en las noches de tormenta es la imagen empleada por Anne Christine Girardot para describir la presencia - callada, pero necesaria - de los protagonistas de su último filme: ocho monjes cistercienses enfrentados al difícil trance de tener que buscar un nuevo hogar en el que vivir. Por distintas razones, tras siglos de historia, llega ese momento para el monasterio holandés de Sion y el futuro se antoja incierto. Todos preparan la obligada mudanza, pretexto que aprovecha la cineasta francesa para colarse en la clausura y compartir las dudas y temores de los monjes, también para mostrarnos la esencia de la vida monástica. La película es un tesoro y merece la pena ser vista. Se une a títulos admirables, relativamente recientes, que van en la misma línea: como “El gran silencio” (2005) o “De dioses y hombres” (20
Puede que algunos sí; y puede que muchos no. Que alguien sepa quien fue Don Milani y que la mayoría lo desconozca. Si viviéramos en Italia, la proporción se invertiría. Y si fuéramos investigadores educativos tendríamos que tenerlo muy en cuenta.
Don Miguel de Cervantes fue un hombre sabio, profundo conocedor del corazón del hombre, de sus usos y costumbres, de sus grandezas y miserias. Retrató una sociedad y una época y lo hizo con un alcance universal en el espacio y en el tiempo. No digo que El Quijote sea mi libro de cabecera pero, de vez en cuando, lo abro como quien abre o destapa un tesoro escondido. Les ofrezco una perla hermosa y de suma actualidad: “Querido Sancho, compruebo con pesar cómo los palacios son ocupados por gañanes y las chozas por sabios. Nunca fui defensor de los reyes, pero peores son los que engañan al pueblo con trucos y mentiras, prometiendo lo que saben que nunca les darán. País este, amado Sancho, que destrona reyes y corona piratas, pensando que el oro del rey será repartido entre el pueblo, sin saber que los piratas sólo reparten entre piratas”.
Con cierta preocupación, pero con preocupación cierta, escucho voces que reclaman liderazgos más enérgicos, más resolutivos que contemplativos, es decir, que actúen sin contemplaciones y resuelvan los problemas, todos los problema y de una vez por todas; líderes con audacia y ambición, pragmáticos y con carisma, lo cual suele confundirse con telegenia, poder y, con frecuencia, descaro. No queremos gente reflexiva, prudente, tolerante y humilde. Lamentablemente, muchos esperan que aparezca el loco del Rey Lear, real o fingido que, lejos de salvarnos, nos llevará otra vez al desastre. ¿Cómo frenar esta tendencia loca, ciega y autoritaria, que atraviesa sin piedad nuestra historia republicana?