Después de pasar treinta años en el país y de apostar seriamente por la justicia social a la luz de la Doctrina Social de la Iglesia (DSI), percibo cada día con mayor claridad que una de las dificultades fundamentales de nuestras democracias y, al mismo tiempo, uno de sus grandes desafíos, es la desigualdad y la inequidad que campea en nuestros pueblos, en los que, de forma inveterada, son pocos los que tienen mucho y muchos, muchísimos, los que tienen poco.
Y no me refiero sólo al dinero, sino a las oportunidades de trabajo y de emprendimiento, de cultura y de acceso a servicios sociales de una mínima calidad.
Decía Aristóteles que para que sea posible la participación ciudadana era necesaria una prosperidad suficiente y moderada para todos. Pareciera que el buen filósofo formara parte de nuestras élites más sesudas y equilibradas. Sus palabras siguen siendo frescas y sensatas miles de años después. Son de agradecer los llamados que unos y otros hacen a la unidad, al consenso y a la armonía, una cantaleta que en día como hoy adquiere especial significado. Pero son palabras que quedarán en el repertorio electoral, porque la desigualdad siempre entorpecerá la capacidad de alcanzar consensos, algo que a la larga siempre erosionará la democracia.
Más allá de quién alcance la mayoría, lo que está pendiente es el modelo económico y social, la disposición a consensuar y a pactar, la promoción de una auténtica economía social y solidaria, la integración intercultural y la inversión productiva. No es suficiente con ganar las elecciones, sino que es preciso dar al pueblo la certeza moral y la experiencia real de que todos los ciudadanos quedan integrados en un proyecto de país en el que vivir con dignidad es posible.
Mientras escribo este artículo y para cuando se publique no sabremos todavía quién nos gobernará.
Quien salga elegido lo tendrá difícil porque el país lo tiene difícil. Y porque, seguramente, la oposición estará más preocupada de meter el palo entre la rueda que de promover consensos que acorten las endémicas desigualdades que nos dividen y enfrentan.
Lo digo con profunda convicción: las desigualdades extremas harán muy difícil el funcionamiento de la democracia y serán, lamentablemente, oportunidad para que renazcan con fuerza los populismos de izquierda o de derecha.
Predicar valores políticos de unidad y de consenso es fácil. La Iglesia también lo hace, especialmente en las lides electorales, pero el tema se complica cuando los consensos requieren estar de acuerdo en políticas fiscales, en redistribución de la riqueza o en políticas públicas que satisfagan a todos o, al menos, a la mayoría de los ciudadanos.
En cualquier caso, deseo de corazón que el país salga adelante, pero sería terrible que alguien pensara que es suficiente con ganar las elecciones… El tema no es ganar, sino gobernar y acortar distancias excluyentes.