El Santo Padre Francisco ha tenido a bien nombrar un Obispo Coadjutor (con derecho a sucesión) para la diócesis de Riobamba. Lo ha hecho en la persona del P. Gerardo Nieves Loja, un sacerdote bueno, hombre de fe, profundamente pastoral y académico al mismo tiempo, sencillo y cercano, capaz de iluminar éticamente este mundo nuestro andariego, desconcertado y necesitado de compasión.
Quiere esto decir que se acerca la hora de mi jubilación, algo que ocurre con diez años de retraso, más o menos, respecto de la sociedad civil. El último año, por causa de la pandemia, no ha sido tan grato. Y, aunque uno ha procurado hacerse presente de mil maneras en medio de la gente y ha tratado desde Cáritas de cubrir tantas necesidades, es evidente que el covid ha ralentizado muchos de los proyectos emprendidos. Así es la vida. Toca afrontar.
Por el momento, hay que seguir a pie de obra, más allá de los límites evidentes, especialmente molestos por razones de edad y de salud. Es una buena oportunidad para repensar el sentido de la vida. Ojalá que la presencia y la palabra sean signo y testimonio de lo vivido, memoria que custodie la historia de mi vocación y el devenir de mi pueblo, de este pueblo que me adoptó hace ya 27 años, cuando tuve que aprender de nuevo a andar por los caminos embarrados de La Piñonada y de San Alejo, en mi Portoviejo primerizo.
Velar por los mayores implica preservar los pulmones y santuarios de humanidad de un país. A mi edad no se tiene la agilidad física, que no frescura, de los jóvenes. Pero basta echar un vistazo a la infancia de quienes vivimos en España a golpes de postguerra, dictadura, pobreza y subdesarrollo, para comprender cómo la realidad imprimió en nosotros fortaleza frente a la adversidad y permanente inquietud en la búsqueda de la dignidad humana. Casi sin darnos cuenta, fuimos la primera generación en experimentar la aceleración de la historia. Las muchas cosas pasadas: guerras calientes y frías, muros levantados y derribados, cristiandades obsoletas y concilios del Espíritu, estados del bienestar, migrantes y refugiados, ideologías en crisis y revoluciones tecnológicas,… Todas estas cosas ni me quitaron la fe ni me robaron la esperanza de la dignidad y, a pesar de los pesares, sigo abierto a la novedad de Dios que dista mucho de la tendencia actual de dejarse atrapar por la comodidad de los derechos adquiridos o de instalarse en el síndrome de Peter Pan.
Esta dosis de resistencia es la que nos permite a los ancianos tener mentalidad y corazón humanista, especialmente, después de haber lidiado unas cuantas batallas y de haber ejercido el discernimiento del Espíritu. Olvidar a esta generación, arrinconarla antes de tiempo, supone una condena para el futuro, un desarraigo que se paga caro. A esta sociedad de la eterna adolescencia no le vendría mal ser agradecida y aprender que sumar años cotiza al alza.