En estos tiempos de pandemia, que ya se hacen largos y pesados, he sido testigo de no pocos gestos de amor que, en medio del cansancio, me han recordado la grandeza de la condición humana: la madre cuidando del hijo contaminado y el hijo cuidando de la madre enferma, el profesional de la salud dolido y harto de trabajar, arriesgando su vida y la de su familia mientras otros promueven farras y peleas de gallos, las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, tocada la comunidad entera por el covid, inquietas y ansiosas por volver a la primera línea,… Y, así, un inmenso ramillete de espigas del cual el hombre puede sacar su mejor pan. Sobran las palabras, porque el amor no necesita explicaciones que, con ser amor, se basta.
Siempre en momentos así, hombres y pueblos sacan fuerzas de flaqueza. No es la primera página oscura de la historia, ni será la última. Son dolores que ponen a prueba nuestra capacidad de resistencia y de respuesta, nuestra fe y nuestra esperanza activa y, en definitiva, nuestros recursos para el amor. Sin olvidar la dimensión política y organizativa, pero, sobre todo, lo que todavía es capaz de empujarnos al encuentro de lo trascendente. El covid ha sido un duro palo en nuestras costillas, capaz de rematar nuestra economía maltrecha, de dejar en evidencia la pobreza de nuestro sistema de salud, el alma rota de los corruptos, la inequidad de un sistema social que descarta a los pequeños y carga el peso sobre los pobres,… Pero, al mismo tiempo, ha sido una oportunidad para que el faro de la conciencia siguiera iluminando la noche de nuestra alma.
Mi tía Tálida, cuando veía a una mujer que defendía su casa y sus hijos con pasión en medio de las mil pandemias que asolan al ser humano, solía decir: “Esta mujer hace brillar al sol incluso cuando diluvia”. A ella, como a muchas mujeres de su generación, le tocó vivir la guerra civil, el hambre, la escasez y el estraperlo; le tocó aprender a vivir alimentando sueños que tardaron muchos años en cumplirse. Fue una alumna aventajada con alma de faro, siempre dispuesta a dar un poco de luz, de pan y de sabiduría. También ella, hoy, sabría sonreírle a la vida atrincherada en su tapabocas.
Hasta que llegue la vacuna, efectiva, popular y democrática, al alcance de todos los bolsillos, no sé qué pasará, pero llega el tiempo en el que tenemos que dar las gracias a todos aquellos que han hecho algo (alguito, que diría mi panadera) por los demás, también por mí, por este obispito que vive a las orillas del Chibunga, en la paciente espera de volver a visitar a las comunidades indígenas, a los hospitales, a los ancianos de Penipe y a la feligresía de la catedral. Cansado estoy de tanta pastoral telemática, pero agradecido estoy de vivir y de contemplar la vida que emerge en medio del oleaje. Así que, a pesar de todo, gracias a Dios y a cuantos sostienen la esperanza.