Con cierta preocupación, pero con preocupación cierta, escucho voces que reclaman liderazgos más enérgicos, más resolutivos que contemplativos, es decir, que actúen sin contemplaciones y resuelvan los problemas, todos los problema y de una vez por todas; líderes con audacia y ambición, pragmáticos y con carisma, lo cual suele confundirse con telegenia, poder y, con frecuencia, descaro. No queremos gente reflexiva, prudente, tolerante y humilde. Lamentablemente, muchos esperan que aparezca el loco del Rey Lear, real o fingido que, lejos de salvarnos, nos llevará otra vez al desastre. ¿Cómo frenar esta tendencia loca, ciega y autoritaria, que atraviesa sin piedad nuestra historia republicana?
La educación tiene aquí un papel importantísimo. Contra ceguera, luz e ilustración; contra locura, sensatez y sensibilidad; contra los aprovechados y corruptos, ley que debe proteger a los pequeños frente a abusos, fraudes e injusticias; contra los desmanes de la conciencia herida y prostituida, ética social y política; contra el imperio de los que adoran el becerro de oro, equidad y desarrollo.
Es curioso, la fuerza de los partidos tradicionales desaparece y surgen como hongos partidos noveleros, líderes y militantes de pacotilla movido por una amalgama de principios ideológicos, intereses de clase, familiares y de troncha, a fin de combatir en la democracia representativa. Sigue siendo curioso: se invoca la democracia, pero es lo primero que nos estamos cargando. Los partidos mueren porque se hunde el mundo que los vio nacer. Su debilidad nace de una perversión que trastoca todos los valores fundamentales: no se desea servir al pueblo, sino servirse de él para lograr dinero, prestigio y poder. La torta se reparte para seguir comiendo torta. Lamentablemente, los partidos se han convertido en estructuras cargadas de mediocridad corrupta, inservible para este tiempo nuevo. Más que llorar por los partidos, trabajemos a favor de la democracia.
La cosa viene de atrás, de los años 70 y 80, cuando el capitalismo salvaje ganó la partida. En los años de esta globalización feliz los políticos perdieron el control de la economía a favor de las transnacionales y de las grandes corporaciones. Así, en lugar de abordar los nuevos retos, se replegaron sobre sí mismos, expulsando a los ciudadanos de la política, atomizando a los partidos y creando una inmensa burocracia hasta que se destaparon grandes ollas de corrupción.
Durante los últimos años el Estado se ha ido agigantando, sometido a una dieta de engorde y clientelismo, pero las instituciones, los poderes del Estado y la administración pública, lejos de estar al servicio del pueblo, han estado al servicio de los políticos. Tantas turbulencias han creado mucha desigualdad. Con los ciudadanos expulsados de la política se ha empobrecido y degradado la democracia. Y ese es nuestro pecado.