He podido ver (¡por fin!) “La isla de los monjes”, una película que, en los tiempos que corren, se vuelve imprescindible. Un faro, esa luz que guía al navegante hacia puerto seguro en las noches de tormenta es la imagen empleada por Anne Christine Girardot para describir la presencia – callada, pero necesaria – de los protagonistas de su último filme: ocho monjes cistercienses enfrentados al difícil trance de tener que buscar un nuevo hogar en el que vivir. Por distintas razones, tras siglos de historia, llega ese momento para el monasterio holandés de Sion y el futuro se antoja incierto. Todos preparan la obligada mudanza, pretexto que aprovecha la cineasta francesa para colarse en la clausura y compartir las dudas y temores de los monjes, también para mostrarnos la esencia de la vida monástica. La película es un tesoro y merece la pena ser vista. Se une a títulos admirables, relativamente recientes, que van en la misma línea: como “El gran silencio” (2005) o “De dioses y hombres” (2010).
Naturaleza, contemplación y plegaria son el complemento de las jugosas confesiones que Girardot logra arrancar a sus interlocutores ante la cámara. Las estaciones se suceden, las rutinas se repiten, los acontecimientos se precipitan… pero ellos nunca pierden el foco: sentir a Dios, el único motivo de su estancia en el monasterio y la razón de su vida y de su felicidad. Todo lo demás, incluido el apego a un lugar o la inquietud por el hecho de tener que abandonarlo, carece de valor. Las personas, comúnmente, vivimos atadas a otras personas, a lugares, a tareas y responsabilidades que, cuando se extinguen, nos dejan un vacío difícil de llenar…
Sin embargo, no sólo este “vivir bajo los ojos de Dios” reclama la atención de la realizadora gala. Entre las múltiples confidencias que comparte con los monjes, afloran también los recuerdos del pasado y, por supuesto, los sentimientos cruzados de sus vecinos y parroquianos a la hora del adiós. En medio de una inspiración tan creyente llama la atención el humanismo que la película destila. De ahí la fuerza de la imagen. De la palabra y del silencio. No menos interesantes resultan las salidas al exterior de algunos de los hermanos para inspeccionar el emplazamiento de su futura casa, así como el contraste con una sociedad secularizada que los observa con una mezcla de extrañeza y de curiosidad.
A pesar del tiempo y del espacio, de la rutina de la vida y de la incertidumbre ante las nuevas aventuras, el camino está por recorrer y el mundo por descubrir. Y es que, si bien “La isla de los monjes” sugiere el fin de una era, esta hermosa película anuncia el inevitable alumbramiento de un tiempo nuevo. Ni mejor ni peor. Eso sí, confortado por la convicción teresiana de que “todo pasa” y de que – aquí o allá – “Dios no se muda y la paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta”.