En este tiempode pandemia, de listas de espera para encontrar una cama UCI o un respirador, tiempo de luto y de lágrimas, cuando paso delante de los hospitales miro hacia las ventanas con profunda compasión. Trato de imaginas rostros e historias, personas que sufren y que, quizá, previo al coma inducido, se han quebrado pensando que la vida se les escapaba de las manos. Una vida vivida hasta pocos días antes con normalidad, ilusión y esperanza, enfrascados en lo cotidiano, en lo que parece que no tiene importancia hasta que se pierde… ¡Qué diferente resulta estar a uno u otro lado de la ventana!
El caso es que celebro Misa todos los días y el horizonte de mi devoción queda enmarcado por las ventanas de los hospitales. El tiempo pascual supone un bálsamo que llena mis ojos y mi corazón de esperanza. No veo visiones, al contrario, veo la realidad y, en su desnudez, contemplo la carne herida de cuantos tienen entubada su esperanza. Toca guardar silencio y recordar las palabras del Profeta: “Yo estaré con ustedes…” y atreverse a cantar un canto nuevo. Como el poeta Santiago de Mello que, en plena dictadura de Brasil, cuando la oscuridad se cernía sobre el hombre, tuvo el valor de decir: “Está oscuro, pero yo canto”.
Puede que la pandemia dure demasiado, ella y sus consecuencias. ¡Ay, Don Guillermo, no disminuya ni una de las vacunas prometidas! En medio de este tiempo ingrato, como el poeta, yo también les invito a cantar los pequeños gestos de solidaridad, de perdón, de serena esperanza. Son los gestos que uno aprende cuando decide formar parte de la ancha generosidad que une a los hombres y a los pueblos. Hay que cantar el pan y la esperanza, la mano generosa y el rostro agradecido.
Así que me permito advertir y prevenir a los creyentes: ser solidarios y dejar que los pobres mojen su pan en tu plato es un acto de fe en el Resucitado, uno de los pocos signos que todavía nos hacen creíbles en medio de un mundo que, a pesar de la ciencia y de la técnica, parece ir a la deriva.
La Pascua nos recuerda la victoria de los vencidos, de los que sufren en carne propia el dolor solitario y, al mismo tiempo, la ternura de aquellos que están dispuestos a renunciar a un poco de su codicia o, simplemente, de su comodidad para que otros tengan oxígeno y vida.
Y ya que hoy me he metido por los andurriales de la confidencia, tengo que decir que, cuando miro las ventanas, no sólo me imagino rostros e historias, sino que rezo por todos: por los enfermos y por quienes los cuidan, por los que sufren el dolor en carne propia y por los que, cansados de tanto reclamo, lo sufren en carne ajena, por los familiares aparcados en la vereda, también ellos con los ojos fijos en las ventanas.
De vez en cuando miren a las ventanas y no sólo desde ellas. La vida que empieza y la que se acaba está dentro y está fuera. Está en los ojos del que sabe mirar.