La música es una de las manifestaciones culturales más importantes de una sociedad. Y, sin duda, valiosa, cuando esta pasa de generación en generación, lo que significa que jóvenes y viejos pueden reunirse y disfrutar del ritmo, los sonidos y las letras. Eso pasó en el Teatro Nacional de la Casa de la Cultura. Los 2000 espectadores corearon con todas sus fuerzas Flaca, Loco, Sin documentos, Crímenes perfectos o Alta Suciedad… y buena parte del repertorio que ofreció Andrés Calamaro el 10 de mayo pasado, en Quito.
Estuve en ese concierto por pura casualidad. De hecho, fui la acompañante de última hora de un grupo de veinteañeros a quienes les sobró una entrada y que con la confianza e informalidad que les caracteriza me dijeron “vamos”. Su conocimiento sobre el músico argentino era bueno. Sabían, entre otras cosas, que es uno de los duros del rock en español, que algún rato fue compañero de Charlie García, cuyo último disco aún no habían escuchado, y que es multiinstrumentista. Ellos ni se imaginaron la alegría que sentía, porque, para mí, cada persona que prefiere otra música que no sea el reguetón, es una ilusión. Y si su preferencia es por el rock, no puedo ocultar mi satisfacción.
Ellos también sabían que el sonido no iba a ser el mejor. El audio en esa sala es pésimo -siempre lo ha sido- y no se diga en la luneta. No se entendió nada de lo que dijo Calamaro cuando recién empezaba el espectáculo, pero la actitud de estos jóvenes fue disfrutar, cantar, gritar, emocionarse profundamente. Y así lo hicieron. Para mi alegría, no fui la única representante de la generación X. Por ahí vi a otros (decenas calculo) que, como yo, aunque no cantábamos como los más jóvenes, es decir, hasta que nos duela la garganta, si bailamos casi todos los 120 minutos de euforia. Cuando nos pillábamos unos a otros, también subíamos el pulgar, felicitándonos por estar ahí.
Lo más hermoso ocurrió al final. Ya todos caminábamos hacia el parqueadero para poder dirigirnos cada uno a su casa y, en un tono muy formal, me preguntaron que me había parecido el cantante, el tipo de música, en suma, el espectáculo en general -que por cierto fue muy bueno y se agradece de manera especial el toque de blues y el riff de Kashmir de Led Zeppelin-. Cómo me hubiese gustado grabar sus caras de sorpresa, cuando la otra mitad de los jóvenes contestó por mí y dijeron, “pero si ella es de esa época”. Y ahí mostraron todo su conocimiento de Calamaro y la música de aquellos años: su paso por Los Abuelos de la Nada y Los Rodríguez.
Sin duda, el que a las nuevas generaciones les guste y escuchen diversos ritmos musicales (de calidad, por supuesto) y, encima conozcan algo de la historia, insisto, me resulta emocionante. Además, personalmente, me da esperanza de que algún rato nos despidamos del reguetón, su monotonía y sus pésimas letras.