El caudillismo está presente en toda la historia, y «ha surgido en todos los lugares y épocas». El caudillaje, ya sea bajo la figura del mago, iluminado, líder mercenario o el jefe de banda. Una mixtura del profeta y demagogo. La efectiva estructura con clientela, vínculos de favores y reglas de complacencia y complicidad. En el caudillismo imperante no hay ética ni el mínimo sentido se servicio al bien general. Ninguna responsabilidad para con los demás.
El discurso es para satisfacer a sus seguidores que buscan ubicarse en cualquier espacio de poder. En las propuestas y programas se dice cualquier cosa con tal sea útil para captar votos y popularidad.
Para el caudillismo el Estado es un enorme pastel repleto de dulces prebendas a repartir. ¿Y los partidos?: «la vida activa se reduce a la época de las elecciones». Los votantes no son objeto de preocupación, sólo en cuanto clientes y seguidores. «Los miembros del parlamento son, por lo general, unos borregos votantes perfectamente disciplinados». «Entregados por completo a la voluntad del jefe». «El jefe es el dueño de los votos».
Sus legisladores «No son otra cosa que simples prebendarios políticos que forman su séquito». Los «partidos totalmente desprovistos de convicciones, puras organizaciones de cazadores de cargos», escoltados por personajes grises que trabajan en la sombra y buscan el poder, como medio para ganar dinero. Pero también el poder por el poder. Para ellos, el gobierno es visto como el patrono y la administración «constituye el más rico botín» para dosificar como recompensa o gratificación por los servicios prestados al caudillo.
Esta descripción la hace Max Weber, en La política como vocación, escrito hace más de un siglo (1919), para describir a los partidos de Inglaterra del siglo XVII y XVIII, y la política en los Estados Unidos a principios del siglo XIX. Su contenido resulta un fiero y necesario retrato de nuestra política silvestre en el siglo XXI.