En el tránsito entre el Antiguo Régimen y la democracia, se prohibió el denominado «mandato imperativo». Tiempo de la Revolución francesa que trae la idea de la nación, y de la soberanía popular. El Irlandés Edmund Burke, escribió un año después del acontecimiento mencionado, un libro que agitó un intenso debate: «Reflexiones sobre la Revolución Francesa». Pero no les sugiero ni espero que lo lean, sus ojos fijos en los dispositivos electrónicos no lo permitirán. A quienes estudian y se dedican a la política, si les queda tiempo para pensar, les insinúo leer algo más digerible y corto: su «Discurso a los electores de Bristol de 1774», dirigido a quienes lo habían elegido miembro de la Cámara de los Comunes.
En su alocución a sus electores les señala la importancia de la opinión de los votantes y que el elegido debe considerarlo. Pero les advierte, en su cara, que no cabían «instrucciones imperativas». En pocas palabras, que no debía acatar lo que debía decir y cómo votar. Las ideas de la democracia moderna, naciente, ya abrazaban la filosofía del mandato libre y la importancia del juicio y la conciencia del elegido. Por cierto, pensando en el bien general y no en el interés de los votantes del distrito. El parlamentario, se supone, representaba al concepto de nación y al bien general. No a sus clientes.
Burke dirá que el Parlamento no es la sede embajadores de tal o cual interés, obligado a defender y cuidar como un agente o abogado. Que en la asamblea se debe tomar en cuenta el interés común, los intereses del conjunto de la sociedad. No una agenda local, el pedido del barrio y menos someterse, como ahora, a las pasiones y alucinaciones de quien lo colocó en la lista. Por algo sería que en la Constitución francesa de 1791 decía que los representantes, aún elegidos por los departamentos, lo serán del conjunto de la nación. Y no se les puede imponer mandato alguno. La soberanía radicaba en la nación. La prohibición del mandato imperativo es inherente a la democracia de representación. Para Sartori, no es «un chico de recados».
Burke lo dijo de una linda manera: «Cuando los líderes optan por convertirse en postores de la subasta de popularidad, su talento no será de utilidad para la construcción del Estado: se convertirán en aduladores, en lugar de legisladores…». Serán, como ciertos asambleístas de ahora, motivados por la simpleza, fatuos en el alarido, mansos hacia el pastor y caudillo. Dóciles en el establo de la obediencia.