Muchos se muestran felices, encantados, maravillados, con tanto sol y calor, especialmente en Quito. Es que llevamos semanas con cielos tan azules y sin nubes, que pareciera que vivimos en un eterno verano, de ese que tienen los países con cuatro estaciones. Días repletos de luz, de gente vestida con ropa muy liviana, con gafas y, en algunos casos, con gorras o sombreros, cargando botellas de agua o de cualquier líquido en autos, mochilas o en las manos. Unos cuantos llevan una chaqueta por si corre ese viento frío de las tardes en las montañas. Alrededor nuestro, los colores ocres se aprecian en las vías, las canchas, los jardines… Sentimos el sol metiéndose en nuestra piel y en nuestros pulmones cuando en los valles el aire que se respira se siente caliente, mezclado con la contaminación que emanan decenas de autos o los restos de algunos de los incendios que hemos soportado.
Pero hay quienes la están pasando mal. En medio de este fuerte calor, hay barrios enteros que no tienen agua. El servicio se da por horas para que puedan abastecerse y atender sus necesidades de limpieza y de alimentación. No me cree, pregunte a quienes viven en zonas como San Antonio de Pichincha o Calacalí. O a quienes tienen sus hogares por La Merced y otros sitios aledaños. A algunos barrios les están racionando el agua hasta por 20 horas.
La verdad es que ya no son los años 70 y 80 de siglo pasado, cuando parte de lo que hacían los niños y los adolescentes era buscar una llave por donde saliese un poco de agua para ir a recogerla en baldes. Las casas actuales ya no tienen los tanques de agua hacia donde corría cualquier miembro de la familia para abrir la llave y llenarlo para poder lavar platos, la ropa o utilizar en los baños, apenas alguien gritaba “llegó el agua”. Hay conjuntos o edificios que tienen cisternas, otros no porque no pueden pagarlas y otros más se oponen porque se atenta contra la estética de donde viven (esto último me pareció increíble, pero es real).
Quito es una ciudad enorme, con sus parroquias convertidas en miniciudades satélites, en una suerte de islas interconectadas por unas pocas vías y con problemas que son de replay como el del agua. Un país relativamente pequeño, con buenas fuentes hídricas, pero incapaz de servir a sus propias ciudades.
A esto se agrega el tema de los apagones. Sí, que hubo descuido, negligencia, negociados, irresponsabilidad… Los adjetivos pueden ser muchísimos, pero eso no cambia la realidad. A casi nadie le importa el país y querer apoyar resulta una quimera. A los ciudadanos que aportan para mejorar el ambiente, ya sea por la compra de autos híbridos o eléctricos o la instalación de paneles solares, no los apoyan como en otros países, por ejemplo, con el descuento de impuestos personales.
Aquí no, aquí hay una suerte de castigos. Cito dos: a más de la inversión en tecnología más cara deben pagar por varios años matrículas vehiculares costosas. Tampoco se apoya la instalación de paneles solares o cualquier sistema de energía alternativa en las casas. Si los quiere, resígnese a pagar unos 25 000 dólares por los paneles y si es con combustible fósil se ahorra 9 000, es decir, baja a 16 000.
Si no hay planeación, incentivos para que los ciudadanos apoyen (no solo con el ahorro de agua y luz) y decisión, vivir como hace 40 o 50 años será la moda.