A veces, la Navidad y el Año Nuevo plantean preguntas incómodas. Este tiempo genera sensaciones paradójicas y sugiere fugas necesarias. El tumulto no convoca, repele. El alboroto satura. El tráfico abruma. Los villancicos, repetidos hasta el cansancio en ese templo al consumo que es el centro comercial, desmienten lo que se conmemora, derogan la humildad de los pesebres y confirman la sospecha de que al Niño Dios le matamos hace rato, que se quedó en los recuerdos de otras navidades más modestas, con carros de lata y muñecos de trapo, con familias e ilusiones.
Entre la algarabía de la fiesta, se filtra, de pronto, aquello de “¿y qué hago aquí?”. Agotada la angustia de las compras, queda la sensación de vacío, quedan los papeles de regalo tirados como símbolo de lo precario e inútil. Y entre los abrazos, se interpone, súbita, la sensación de que ese gesto, por repetido, se ha convertido en rito y en ademán sin sustancia. De tanto desearnos felicidades y de la inundación de mensajes que satura la computadora, nace la sospecha de que la masificación pervierte y embota los sentimientos, y de que todo, y la vida misma, es un trámite que se cumple de prisa, con episodios que se anotan en la agenda y que, después, se borran o desechan.
Esas extrañas sensibilidades que generan las navidades y el Año Nuevo, dejan en algunos la inquietud de que hay que restituir sinceridad de los abrazos, darle tiempo y profundidad a la vida, devolverle ilusión a cada mañana y paz a cada tarde, y que debemos, como imperativo sustancial, luchar contra la expropiación de nuestro tiempo.
Dejan la idea de que hay que volver a la familia como punto de partida y espacio de encuentro, como referente que no se debe perder. Como núcleo y como signo de una cultura que, pese a todo, sobrevive.
Extrañas sensibilidades que, en algunos, siembran la urgencia de parar un momento y pensar; de situar en el lugar correcto a las cosas y en el punto indicado a las ambiciones; de interrogarse si los valores se han transformado en discurso sin sustancia, o si forman parte de nuestro patrimonio espiritual; de si existe la ética y sobrevive la integridad; de si podemos ser personas más allá de la política; de si vale más el abrazo sin obsequio y el gesto sin interés; de si es posible darnos el lujo de ser libres, pese a todas las prohibiciones existentes; de si se puede entender al país en la perspectiva de cada persona, o si es un ogro extraño que solo nos llega con los noticiarios a quitarnos el porvenir y la paz.
Extrañas sensibilidades que suscitan las fiestas, y extraños propósitos que pueden sonar a despiste, pero que tienen sentido en tiempos en que la coyuntura manda y el espectáculo satura, hasta hacer de la existencia un episodio más, y de cada persona un espectador anónimo y sin palabra.
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