Y si nos parece exagerado, es porque no comprendemos el mal que hay en nosotros.
Con respeto e inevitable angustia, con ofuscación desconsolada ante recuerdos de hechos que, por suerte, no vivimos, pero que son un enorme peso para cualquier ser humano sensible; con espanto ante el poder del mal y de la muerte, reflexiono sobre la conmemoración –rememorar ‘con’- del día de la liberación del campo de Auschwitz, hace 75 años, a la cual asisten más de 200 ancianos que, en sus años infantiles, poblaron el horror de ese campo. Evocan crímenes sin comparación posible. Ojalá la vida les haya ahorrado, en su infancia, la comprensión de sus padres gaseados, de multitudes sometidas en hornos a la acción de gases asfixiantes: del horror al interior de esos ‘crisoles’ donde cientos de judíos sufrían la infinita lentitud de segundos atroces… ¿Qué sentimientos albergaban quienes crearon el horror, quienes lo sostuvieron con disciplina ideal, los ejecutores? Seguros, en su demencia, de que hacían bien, he aquí su desgracia: la convicción de que tenían razón.
Hoy, los sobrevivientes piden que no se olvide lo ‘des-vivido’. Y aunque parezca locura, cabe comparar lo sufrido entonces, las vidas malogradas en atroces ceremonias de muerte, con la existencia actual de pueblos mordidos por la corrupción, con el hambre de tantos en las llamadas democracias, con el abuso de los poderosos. ¿Cómo haber robado tanto, cómo haber abusado de su autoridad, tan fácilmente; cómo no haberse conmovido desde el poder que debería ser un panóptico, ámbito desde el cual verlo todo, como quería Foucault y lo aplicaba a una estructura arquitectónica diseñada para cárceles pero, en rigor, fórmula deseable para que el poder se ilumine con una mirada abarcadora: pobreza, desigualdad, minusvalidez evidente de la mayoría sin justicia, alegría ni esperanza. Quizás entonces los poderosos se pondrían en la piel de los desharrapados.
Las ideologías y las mentiras que provocaron el horror de los hornos de gas prevalecen en nuestro tiempo (pensemos en la situación del pueblo palestino, que los sionistas ya olvidaron…) y prevalecen en nuestra patria, con formas menos evidentes, pero no menos criminales. Tomemos conciencia de ellas y denunciemos la ‘democracia’ que tolera el latrocinio de los poderosos; la que promueve y acepta el voto alcanzado por los populistas a base de mentiras y promesas falaces.
La insensibilidad, el olvido que permitió el horror que hoy nos prohibimos olvidar, no son distintos de los que sostienen nuestra indiferencia, de los que nos la muestran como normalidad. ¿Es normal el hambre ante la holgura, el robo ante la miseria, los maestros indiferentes a su misión humanizadora? Todo es olvido, sin campos concentracionarios, pero con caravanas de hondureños; con México, Haití, Trump, Bolsonaro, Correa, la Kirchner…; emigrantes en pateras, sociedades que aíslan y olvidan a los pobres: he aquí nuestros campos.