Al caminar por nuestras ciudades, plazas y avenidas encontramos expresiones artísticas, desde el rótulo de una tienda, el menú de una fonda, las frases ubicadas detrás de los taxis, los mensajes que recibimos y reenviamos por WhatsApp -los emoticones-, y no se diga en los museos, altares y retablos de las iglesias… reconocidos “templos” del arte barroco y otras de arte contemporáneo.
Una experiencia agradable fue observar y disfrutar -en el Centro Histórico de Quito- las puertas y aldabas de los inmuebles coloniales, las residencias de diversas épocas y también de conventos que han resistido el paso del tiempo.
Las puertas son de diverso tipo: grandes de madera, enormes, pesadas, anchas y de doble ingreso, que entonan himnos de historia cada vez, al abrir y cerrarse; medianas, elaboradas con cinceles, martillos, escorpinas y lijas, llenas de flores caprichosas en círculos, construidas por manos milagrosas; y pequeñas, las de una hoja, que perfilan la llegada o salida de personas o de enamorados de ayer y siempre.
Las aldabas, de ancestro español, salidas de talleres hoy moribundos, de hierro forjado y acicaladas por el fuego, dobladas con maestría y coraje demuestran en cada uno de sus entornos, cuadraturas y diseños que emulan elementos de la naturaleza y ángeles con caritas teatreras -alegres y tristes- que cuidan, silenciosamente, la débil seguridad quiteña.
Lo expresado me lleva a conjeturar que todo ser humano es un artista. Desde los garabatos y los dibujos de los niños, ritos dulces de la inocencia, hasta los trazos de las caricaturas juveniles, las carátulas de los cuadernos, que presagian los grafitis de paredes, los juguetes de madera y lata, y las muñecas de trapo y aserrín, son intentos de interpretar la belleza, entendida por el conjunto de “saberes aprendidos a través de la práctica, equivalente al término griego ‘tecne’ igual técnica”.
Este arte simple y cotidiano -como las aldabas y las puertas- forma parte de la cultura, aunque algunos han intentado denigrarlo llamándolo artesanía, cuando es todo lo contrario: el arte nació de la artesanía, como manifestación de la creatividad que comunica ideas y sentimientos, que “hablan” a través de objetos funcionales o decorativos, y porque reflejan una rica historia de identidades y también de divergencias.
El arte -en mi humilde concepción- no tiene ideologías. Sus manifestaciones, por más sencillas y precarias, denotan lenguajes estéticos relevantes que no pueden ser descifrados por curadores y expertos, sino por el propio pueblo que crea, imagina y comunica estados del espíritu. Esta capacidad innata de nuestra gente debe ser valorada y apoyada por la Casa de la Cultura. A propósito, ¿existe todavía la Casa?
Entretanto, la educación estética debe elevarse a política pública, para recuperar las enseñanzas del pasado, y recrear espacios en pueblos y ciudades para que la gente del estado llano descubra sus venas artísticas ancestrales.