‘Dios no existe, pero insiste” –escribió alguna vez Miguel de Unamuno, en el curso de sus tortuosas reflexiones sobre la inmortalidad. Se trata de una paradoja construida con un juego muy sutil de los prefijos contrapuestos: si ex-istir es algo así como ser hacia afuera, como salirse de sí, en una extroversión absoluta, in-sistir es como ser hacia adentro, ver-se, doler-se, vivir-se, ser-se, de acuerdo con las palabras de uno de los más célebres personajes unamunescos. Extrapolando la situación, con los debidos respetos, esta misma paradoja podría ser perfectamente usada para hablar de la nación ecuatoriana: una nación que no existe más allá de los textos constitucionales, pero insiste en la conciencia de todos cuantos somos nativos de esta tierra.
Evoco ahora las ya remotas clases de cívica que recibí desde la escuela, e incluso las de derecho que alcancé a recibir antes de tomar la decisión de ponerme a salvo para no acabar como abogado: en unas y otras, venerables maestros me enseñaron que la nación es un conglomerado humano caracterizado por tener una identidad de origen, de cultura, de tradiciones, de proyectos… O sea, algo etéreo, impalpable, que no puede ocultar su origen en ese mundo de la imaginación que se llama “ideología”.
Desde luego, aquella idílica imagen de la nación ya no convence a nadie, y en rigor, no es aplicable a ninguno de los pueblos de la Tierra, ni siquiera a los que solemos considerar como claros ejemplos de unidad e identidad. La verdad de la condición humana es y ha sido la interacción, la mezcla, el intercambio, la influencia. De ahí que los textos constitucionales que hoy definen a nuestro Estado como plurinacional (lo cual es diferente de un Estado mestizo) no son sino el reconocimiento llano y simple de una realidad objetiva, de la cual no es posible eliminar la concurrencia de diversos grupos humanos, cada uno de los cuales dice tener su propia identidad, y proviene de diversos orígenes, habla distintas lenguas y practica variadas costumbres, pero está dotado de iguales derechos.
No obstante, la nación ecuatoriana in-siste. Desde el fondo de nuestra conciencia, ella parece gritar constantemente su presencia. Se trata de una exigencia interior cuya raíz se encuentra en el Estado nacional que fue construido para sustituir al Estado oligárquico del siglo XIX. Pero no se trata de una exigencia muy sencilla. Se trata, ni más ni menos, de encontrar la forma y la posibilidad de una nación que sea el concurso de varias naciones, lo cual parecería ser también contradictorio. Claro que pueden hacerse distinciones y establecer sentidos diferentes para la relación jurídica de los ciudadanos con el Estado, y para la identificación de los grupos humanos por la práctica de creencias y costumbres diferentes. Pero esas no son más que sutilezas. Si algún desafío grande aparece en nuestro horizonte, es el de definir esa personalidad ambivalente, que debe estar al mismo tiempo abierta a todas las culturas del mundo.
Fernando Tinajero / ftinajero@elcomercio.org