Podría entenderse a las consultas populares como la expresión máxima de la democracia. ¿Qué más democrático que preguntarle a la ciudadanía a fin de que se pronuncie sobre los temas que le interesen? Incluso, con la tecnología actual, se podría preguntar siempre sobre casi todo y lo único que deberíamos hacer es entrar a nuestra computadora o celular y dar un click.
Sin embargo, las consultas tienen algunos problemas. Uno, es que pueden prestarse para disminuir o atropellar los derechos de las minorías. Ya sucedió en la consulta de 2011 impulsada por Rafael Correa en la cual se resolvió eliminar la posibilidad de las personas de acudir a casinos. Si bien no soy muy adepto a los juegos de azar, creo que la posibilidad de jugarlos es una decisión personalísima en la que no se debería involucrar el Estado. Y así podría hacerse con cualquier cosa.
Otro problema es su utilización para lograr reformas legales que le permitan al líder de turno cooptar o permitirle el control de ciertas instituciones claves. Así también sucedió en la misma consulta de 2011, cuando el Presidente le “metió las manos a la justicia” a través de la pregunta 4, con consecuencias harto conocidas, como una sentencia a su favor por 40 millones de dólares.
Sin embargo, también sirven para lograr cosas positivas. Por ejemplo, la Consulta de 2018 permitió el inicio de un proceso de reinstitucionalización y redemocratización luego del autoritarismo correísta, pero que se quedó corto, sobre todo en relación con el polémico papel que juega el Cpccs.
En los próximos meses es probable que se convoque a una nueva consulta que pretende incidir en la seguridad ciudadana, la calidad de nuestra política y el medio ambiente a través de 7 u 8 preguntas. Dentro de esas preguntas, la posibilidad de quitarle los dientes al Cpccs es fundamental. Ojalá la Corte Constitucional así lo entienda y que los ciudadanos podemos al fin condenar a muerte a un organismo que sólo sirvió para aupar la corrupción y el descontrol.