La calamidad pública que sufrimos, además del dolor y la crisis económica que provoca, tiene un efecto revulsivo sobre las ideas y paradigmas que han marcado a la sociedad y condicionado la política, los que han embelesado a la gente y han permitido que edifiquemos un edificio sobre medias verdades, hipocresías y cálculos. Un edificio que hace agua, que no acoge, que repele.
Uno de esos mitos es la idea de democracia. Ahora esa noble noción, por la fuerza de las negaciones, la malicia populista y la propaganda, se ha transformado, como decía Ortega y Gasset, en el mejor sistema para elegir a los peores, método para entregar el poder a gente que trabaja exclusivamente para sus carreras políticas, para proyectos del partido, el grupo o la gallada.
Esa democracia electorera nada tiene que ver con la ideal, aquella pensada para una sociedad informada, madura, constituida por ciudadanos de verdad y elites conductoras penetradas de valores y comprometidas con ese viejo, y ahora caduco, concepto de civismo. La “democracia real”, es la que se refleja en el espejo que desenterró la pandemia, la que está en los noticieros y en los escándalos. Está en un sistema en que ha prosperado, como hongos en humedad, la corrupción estructural que padecemos, y por cierto, está muy lejos de cualquier idea sensata y noble.
Esa democracia, o más bien, ese electoralismo que inunda los noticieros y las redes, tiene un rostro distinto y feo, agresivo e hipócrita. Revela el extremo fraccionamiento del país, con veinte binomios, cada cual con el humo que vende. Pone en duda la capacidad de representación de los asambleístas, los gobernantes y los opositores. Ahora, como antes, vemos que los discursos que nos fatigan no tienen propuestas, ni ideas ni un relato consistente con la verdad, que planteen una salida posible del túnel en que estamos atrapados por la incompetencia, la corrupción y la pandemia.
Hasta hoy no escucho, y seguramente no escucharé, una tesis ni una idea que plantee el hecho de la caducidad de la representación política, que es una enorme evidencia; que sugiera algo concreto respecto de la crisis de la decencia, de la catástrofe de las instituciones, del fracaso del Estado y de la caducidad de la política. Nada de eso, la misma venta de humo, las mismas promesas imposibles, lo mismo de las campañas de hace décadas
¿Estoy equivocado, o es que vivimos en otro país, distinto de aquel en que se puede disponer por decreto el fin de la pandemia y la restauración de la salud?
¿En este país se puede confiar en la irresponsabilidad de la gente para que se cuide y obedezca mansamente? ¿Estoy equivocado, o la violencia, la inseguridad, el desempleo, la ausencia de autoridad son eventos que nacen de la imaginación?