En un anterior artículo titulado “Consciencia ciudadana”, argumenté a favor de que, comenzando con algo tan básico como el bloqueo de las intersecciones, todos vayamos tomando conciencia de los cambios que necesitamos hacer para mejorar nuestra sociedad.
Recibí luego un muy amable comentario de parte de un apreciado amigo, que dice, en parte: “El asunto de nuestro tránsito es incalificable. Yo lo encasillo en el tema que permanentemente menciono: la falta de cultura de nuestra sociedad. Se manifiesta de muchas maneras: no saludar, no contestar el saludo, no respetar las filas de las ventanillas, no respetar a mujeres ni a personas mayores, reírse a carcajadas en un velorio, etc.”.
Hasta ahí, hay gran coincidencia entre mi amigo y yo. Pero luego agrega: “¿Qué hacer? Nada… ¡no hay remedio!”. Con el mayor respeto por sus creencias, discrepo absolutamente. Creo firmemente, vehementemente, que sí hay remedio y que estamos en la obligación de trabajar para lograrlo.
La idea que no hay remedio es clarísima expresión del fenómeno psicológico conocido como desesperanza, con frecuencia calificada con el adjetivo “aprendida”. En efecto, muchísimos de nosotros, por diversos motivos, hemos aprendido –es decir, hemos desarrollado, a través del tiempo y a base de diversas experiencias en nuestras vidas- a pensar en esos términos.
El punto de partida del camino hacia los cambios que requerimos se vuelve, entonces, un examen objetivo de si es o no válida esa desesperanza aprendida. ¿Conocemos a personas, a grupos y hasta a sociedades enteras que han cambiado con el tiempo? ¿Existe evidencia, más allá de duda razonable, que, en efecto, es posible el cambio en creencias, valores y actitudes?
La respuesta a ambas preguntas es claramente positiva. Seguramente una gran mayoría de nosotros conoce a al menos una persona, y probablemente a muchas, que han desarrollado actitudes más maduras, han aprendido a controlar su ira, han disciplinado tus talentos a base de su propia reflexión. También existe evidencia en la historia humana de grupos y sociedades enteras que han sido capaces de instituir cambios conscientes para mejorar sus propias condiciones. El mejor ejemplo que conozco es el de las clases dirigentes británicas que a partir de 1830 llevaron a cabo profundas reformas sociales y políticas para evitar caer en un drama similar al que había arrasado a Francia luego de la Revolución de 1789. Otro excepcional ejemplo es el de la reconstrucción alemana, primero en la parte occidental y, a partir de la reunificación, en todo su territorio, luego del colapso que siguió a la Segunda Guerra Mundial.
Franklin Roosevelt dijo en 1933 que a lo que más debemos temer es al miedo mismo. Haciendo eco de esa idea, debemos hacer un consciente esfuerzo por vencer a la desesperanza.
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