A comienzos de la semana, el presidente Correa condecoró a Luis Gallegos, quien desempeñó con eficacia las funciones de Embajador en Washington hasta el momento en que, reciprocando la injustificable decisión ecuatoriana, fuera declarado persona non grata por los Estados Unidos.
Bien ha hecho Correa al reconocer públicamente los méritos de tan brillante profesional de la diplomacia, pero mejor ha hecho el embajador Gallegos al testimoniar, paladinamente, que los éxitos de su carrera son, en gran medida, fruto del sistema en el que se formó y en el que adquirió conocimientos y sabiduría durante cerca de 40 años. Para servir bien a la patria hay que prepararse, estudiar, acumular experiencia, dar ejemplos constructivos, estimular a los colaboradores y contribuir a su formación y mejoramiento, es decir trabajar en equipo. He allí el secreto del embajador Gallegos, lo que equivale a decir: he allí las ventajas de la diplomacia profesional.
Desde sus orígenes hasta el siglo XIX, la diplomacia fue una actividad reservada a quienes detentaban el poder. El Ecuador no fue una excepción. Pero desde cuando se aprobó la Ley Orgánica del Servicio Exterior y se fundó la Academia Diplomática, se democratizó el ingreso a la Cancillería y se fortaleció paulatina y constantemente la institución republicana llamada “diplomacia de carrera”. En el campo de las relaciones internacionales, como en todos los demás, son las instituciones fuertes las que ofrecen la mejor garantía de acierto en la promoción y defensa de los derechos nacionales. Una institución se fortalece cuando es consecuente con sus principios y objetivos y -no en escasa medida- cuando las autoridades la respetan y estimulan. Si el poder se niega a reconocer los límites éticos y legales que vuelven democrático su ejercicio, si gusta premiar con cargos a obsecuentes servidores, atenta contra la institución diplomática y, en definitiva, contra los intereses de la nación. Así, se hacen nombramientos políticos que -ante irrefutables pruebas de incompetencia- tienen que ser cancelados al poco tiempo. Se gana un áulico que grita en público en favor del líder poderoso, pero la imagen de la patria sufre y se desprestigia.
No son escasos los diplomáticos de carrera que, como Luis Gallegos, honran al servicio exterior y sirven bien a la nación. Pero cuánto desaliento observo en ellos cuando se los descalifica con menosprecio -lo que oculta inconfesables complejos- y se los archiva en algún rincón de la Cancillería sin atribuírseles función congrua alguna, mientras improvisados partidarios ideológicos dirigen la política externa de la nación.
Al condecorar a Gallegos, Correa ha rendido homenaje -indudablemente sin quererlo- a toda la diplomacia profesional ecuatoriana.