Malala tiene 14 años. Por su aspecto podríamos decir que es casi una mujer, aunque aún le cueste alejarse de los juegos infantiles. Acaba de salir de su escuela en Mingora, capital de la comarca del Swat, Pakistán. Va acompañada de dos amigas. Los enormes ojos negros de Malala, brillantes y vivaces, observan el autobús al que deberá subir para regresar a casa. De pronto, una voz de hombre pronuncia su nombre. Ella voltea y descubre a un desconocido, barbudo, que en pocos segundos la encañona y dispara. La bala entra por un costado de su cabeza y se aloja en su cuello.
Tres años antes, la BBC publicó fragmentos del diario de una niña pakistaní de 11 años bajo el seudónimo de Gul Makai. “Tengo miedo. De camino a la escuela oí a un hombre que decía “te voy a matar”, relataba Malala. Y más adelante contaba: “Cuando hacemos fila en el patio por la mañana nos han dicho que no llevemos ropa de colores porque podría molestar a los talibanes”. Finalmente, por orden de los talibanes que ocupaban la zona, la escuela cerró.
A mediados del año 2009, el ejército recuperó el control de la comarca y las niñas regresaron a su escuela. Malala recibió varias condecoraciones, entre ellas el Premio Nacional de la Paz, por su defensa del derecho de las niñas pakistaníes a la educación. Sin embargo, con los premios también llegaron las amenazas de grupos extremistas a los que había denunciado. El 9 de octubre de 2012, Malala se encontró de frente con el rostro sombrío de la muerte. Hoy, milagrosamente, se recupera en un hospital de Birmingham, Inglaterra.
Desde siempre, la vida de Malala ha estado hilvanada con muchas sombras y poca luz. En sus pesadillas, ciertas noches, todavía estallan bombas y entre los secretos pasadizos de su memoria aún se oculta un talibán de rostro impreciso que la amenaza con voz aterradora. Alguna vez se cuelan en sus pensamientos las risas de sus amigas que saltan la cuerda, o el vocerío de niños que corren entre nubes de polvo detrás de una pelota. Entonces en su rostro se dibuja una sonrisa. Intenta hablar con sus amigas, reír con ellas, llamar la atención de aquel chico frágil de cejas espesas que le gusta más de la cuenta, pero su voz, por ahora, se ha extraviado y las palabras que brotan de su inconsciencia se enredan con las ristras de pensamientos retenidos, y se funden con los ovillos de risas contenidas para caer, a veces, en charcos de lágrimas jamás derramadas. Y cuando aquella música prohibida por los talibanes lo inunda todo, Malala, rebelde e irreverente, vuelve a llenar su diario con la tinta escarlata de miles de víctimas, de ella misma, y le duele hacerlo, por supuesto que le duele, pero el desafío está precisamente en no detenerse y seguir resistiendo.