Desgraciadamente, el 2018 no pasará a la historia por haber estado plagado de éxitos políticos y diplomáticos. Si 2017 ya nos había traído una notable erosión del orden internacional, hoy vivimos en un mundo todavía más caótico, más inflamable y más hostil. No es casualidad, al fin y al cabo, que estos tres adjetivos sean aplicables también al Gobierno de la primera potencia mundial.
2018 ha estado marcado por la llamada “guerra comercial” que ha puesto en marcha Estados Unidos, principalmente —pero no exclusivamente— contra China. Las disputas arancelarias han dejado muy tocadaa la Organización Mundial del Comercio y han acentuado las suspicacias mutuas entre Washington y Pekín, que se dispararon con la llegada de la Administración Trump. Además, China eliminó a principios de año los límites a los mandatos presidenciales, avivando los temores de que la “nueva era” de Xi Jinping destierre por completo el liderazgo colectivo y la circunspección que propuso en su día Deng Xiaoping.
Otro país reemergente en términos geopolíticos —aunque en su caso no lo sea en términos económicos— es Rusia. El pasado mes de marzo se celebraron elecciones presidenciales en ese país, en las que Vladimir Putin, como cabía esperar, se impuso sin mayores dificultades. Con una economía estancada, fruto de su excesiva dependencia de los hidrocarburos, Putin gusta de jugar la carta de la política exterior para apuntalar su popularidad doméstica. El episodio del envenenamiento de Sergei y Yulia Skripal en el Reino Unido consiguió lo propio justo antes de las elecciones, y la reciente escalada de tensiones con Ucrania en el Mar de Azov podría estar persiguiendo este mismo objetivo, entre otros. En un escenario de exacerbado militarismo ruso, si Estados Unidos y Rusia desecharan el Tratado de Eliminación de Misiles de Corto y Medio Alcance (Tratado INF) nos hallaríamos ante una complicación añadida, que afectaría muy especialmente a Europa.
Mientras tanto, Oriente Próximo sigue siendo el principal foco de conflictos en el mundo. Si bien se ha confirmado durante este año el retroceso territorial del Estado Islámico (que no su derrota, pese a lo que asegure Trump), la guerra en Siria sigue cobrándose víctimas sin pausa. Tampoco ha menguado la tragedia humanitaria provocada por el conflicto yemení, aunque recientemente se han reanudado las negociaciones que habían encallado en 2016, produciéndose algunos avances significativos. En Afganistán, Estados Unidos sigue inmerso en la que suele considerarse como la guerra más larga de su historia, y se estima que el porcentaje de distritos controlados actualmente por los talibanes es el mayor desde que fueron derrocados en 2001.
Más allá de los últimos movimientos en estos tres conflictos, los fundamentos de la estrategia de la Administración Trump en Oriente Próximo han permanecido intactos a lo largo de 2018.