No es extraño que la que identificamos como muerte cruzada, una institución nueva y, por otra parte, extraña al sistema presidencial, sea poco entendida, genere dudas y active el debate; lo que sí llama la atención, es que la falta de entendimiento venga de quien presidió la Constituyente que redactó la norma que acaba de ser aplicada.
“¿Ahora sí hiper-presidencialismo?”, se pregunta Alberto Acosta Espinosa en un mensaje publicado en su cuenta de Twitter el 19 de mayo pasado. Y, a renglón seguido, lanza sus dardos contra la Corte Constitucional que, al no admitir las acciones de inconstitucionalidad contra el decreto presidencial, habría consagrado el “fin de la institución juicio político al presidente”. Ahora, dice Acosta, “cualquier gobernante podrá disolver la Asamblea casi cuando le venga en gana”.
Podría quedar como un nuevo y nada extraño ejemplo de nuestro deporte nacional: echarle la culpa al otro. Sin embargo, este no es un caso más, sino una muestra elocuente de cómo se construyó nuestra Carta Fundamental: con mucho entusiasmo y poca reflexión.
La opinión de Acosta no es un criterio más; la escribe uno de los padres de la Constitución y, viniendo de él, solo puede significar, o que evade asumir responsabilidades por lo que hizo, o que esto último, lo que hizo, nunca fue entendido del todo.
En realidad, el presidente puede disolver la Asamblea “casi cuando le venga en gana”, porque la misma Constitución lo dice. Eso de “a su juicio”, o sea, cuando lo considere adecuado, está en la Constitución, no porque lo diga la Corte, sino porque ese fue el texto que Acosta y los suyos redactaron y aprobaron en Montecristi. Y si no hay una norma que prohíba al jefe del Estado hacerlo en el curso de un juicio político, es porque ni Acosta ni los suyos consideraron necesario incluirla.
Claro, para cualquiera es duro darse cuenta de que fabricó su propio veneno, pero es el problema de dejarse llevar por la corriente y solo levantar la mano.