Las sociedades apuestan a la certeza. Las personas quieren saber, con razonable aproximación, cuál será el destino de sus familias, negocios y profesiones.
Los ciudadanos aspiran a conocer de antemano las rutas que marca el Estado. Los contendientes necesitan conocer las reglas que marcan los juicios, las pautas sobre las que se mueve el juez. Los propietarios aspiran a que sus propiedades se respeten, y así sucesivamente. Si esto no ocurre, la incertidumbre se convierte en regla.
1.- La Constitución de los principios.- Pese a la abundancia normativa de la Constitución y a su índole reglamentaria, la filosofía en la que se inspira apunta a que las reglas positivas que contiene, y las de las leyes inferiores, tienen importancia secundaria, accesoria. Prevalecen los “principios” y “los valores”, que se convierten en los grandes referentes judiciales.
En este pensamiento hay una grave distorsión de la función de los principios y valores en el ordenamiento jurídico. Ellos deben ser los factores de inspiración del legislador. Conforme a ellos, los congresistas deben hacer las normas, que, por tanto, son consecuencia concreta, derivación normativa de los valores predominantes en la sociedad, debidamente entendidos y desarrollados conforme a la técnica jurídica, y no resultado de una ideología o de un proyecto unilateralmente impuesto desde el poder.
En contraste con la función inspiradora de valores y principios sobre la legislación, la tesis en boga es que autoridades y jueces remonten la ley y decidan lo que corresponda sentenciar, a su buen saber y entender, desde la filosofía y no desde la norma, desde la literatura y no desde la regla. La idea es que los jueces sean una especie de filósofos, sociólogos o antropólogos que lleguen a particulares convicciones de lo que debe ser la justicia en cada caso. La ley es entonces una especie de plastilina. Uno de los teóricos de estas tesis que pertenecen al “neoconstitucionalismo”, tituló su libro, precisamente “el derecho dúctil.”
Desde la teoría y desde la ingenuidad pueden parecer muy bonitas la tesis de la aplicación directa de los principios, de la prevalencia de los valores, etc. En la práctica, el usuario de la administración de justicia, el peticionario, se sentirá perdido, porque la brújula de la ley, que le indica razonablemente por dónde van sus derechos, habrá sido archivada. Habrá entonces que adivinar cómo se “modula” el caso a la interpretación filosófica que nazca de algún texto. (Aristóteles o Kelsen vistos desde la judicatura cantonal).
Así, se incrementará la incertidumbre y la angustia de que, pese a que la ley me ampara, perdí el juicio en razón del personalísimo concepto de justicia que le llegó al juez con la “interpretación” de un valor o un principio.
2.- La Constitución de las políticas y de la planificación.- Si se lee con cuidado la Constitución, se advertirá que, además de que ya no tenemos Estado de Derecho -es decir, que “desapareció” el precepto de fuerte sujeción general del poder a la Ley-, los hilos argumentales de la organización y ejercicio del poder son las “políticas” y la planificación.
Todo Estado tiene políticas, es verdad. La planificación no debería reñir con las reglas, también teóricamente es verdad. Pero la cosa es diferente si las políticas son fuertes e incontrastables herramientas del poder con nivel constitucional; si las leyes enmudecen frente a ellas; si las políticas, importantísimos actos del Estado, no son susceptibles de control de la constitucionalidad; si las políticas no son impugnables con efectos generales, entonces, el tema es diferente. Léase la Constitución y sus artículos 173 y 437.
La planificación sin intervencionismo excesivo, puede ser razonable, pero igualmente, puede transformarse en un especie de “ordenamiento superior de planificación”, que prevalezca sobre la ley, determine la conducta de los jueces, condicione los derechos, someta a la propiedad, etc. Léase el Registro Oficial Nº 144, de 5 de marzo del 2010, que contiene el “Plan Nacional para el Buen Vivir” expedido por el Consejo Nacional de Planificación.
El Plan contiene, además de la explícita –ahora sí- ideología inspiradora del “proyecto”, de corte claramente socialista, una cantidad de enunciados, análisis sociológicos, propuestas ideológicas, juicios de valor sobre el pasado, y disposiciones sobre las más diversas materias, desde la explotación petrolera, la matriz energética, el trabajo, la inversión, la propiedad comunitaria, la agricultura, la universidad, etc.
El tema no está en el derecho a planificar, que dado el texto constitucional que se votó, es amplio. El tema y la preocupación están en saber cuál es del destino de la legalidad en esa circunstancia. ¿Prevalecerá el Plan sobre los derechos? ¿Qué ocurre con la infinidad de normas del Derecho Civil y comercial que chocarán con el Plan? ¿Podrán alegar las autoridades, y los jueces, que el Plan recoge los “principios y los valores” entendidos de determinada forma por el poder, y que por tanto, desplazan a las normas jurídicas vigentes? ¿Es esa la idea que transita tras la oropeles teóricos del neoconstitucionalismo? ¿O, será el Plan que nunca se votó, la fuente de inspiración de la nueva legalidad? El problema es que nada de lo que consta en el Plan, o muy poco se ha debatido, y nada se ha votado.
3.- ¿Estado administrativo vs. Estado de Derecho? Carl Schmitt y otros teóricos del Estado fuerte construyeron la tesis del “Estado Administrativo”, en el que prevalecen las decisiones de la autoridad (el decisionismo), sobre los debates de la legalidad, propias del Estado de Derecho liberal.
El tema en ese debate, que no se ha dado en el Ecuador, está en saber si es mejor un Estado de reglas, controlado, limitado objetivamente por normas; o si es mejor uno de predominantes decisiones del poder, que se justifica por los planes que propicia, las intenciones que declara y las determinaciones que adopta.
¿Qué será mejor para los derechos individuales, para las garantías de las personas, para la certeza de los ciudadanos? Yo me quedo, pese a todo, con los lentos debates de un Estado de Derecho, que lo será de verdad cuando las funciones del Estado den testimonio de su independencia, de su condición de soberanía, lo cual está ciertamente ausente en la praxis política del Ecuador.