12 horas de hemodiálisis a la semana para aferrarse a la vida

En las salas donde los pacientes reciben terapia se toman medidas sanitarias estrictas para evitar contaminaciones. Foto: Mario Faustos/ EL COMERCIO.

En las salas donde los pacientes reciben terapia se toman medidas sanitarias estrictas para evitar contaminaciones. Foto: Mario Faustos/ EL COMERCIO.

En las salas donde los pacientes reciben terapia se toman medidas sanitarias estrictas para evitar contaminaciones. Foto: Mario Faustos/ EL COMERCIO.

Los audífonos lo aíslan del exterior, del pitido constante de las máquinas, de las enfermeras que van y vienen, del paciente de semblante decaído a su lado que no deja de toser.

Hasta puede olvidar -cuando las baladas románticas de un programa radial del mediodía suenan y lo hacen soñar-, que está ligado por una sonda una máquina de hemodiálisis. “Aquí el tiempo pasa lento”. Así ha sido para Víctor Chele desde hace un año.

Tres sesiones a la semana, de cuatro horas cada una. Esa es la recomendación médica que debe cumplir sin fallar, aunque coincida cumpleaños, festividades o fechas como el nacimiento de tercer hijo, el único varón.

Solo así logrará convivir con la insuficiencia renal crónica que le detectaron cuando comenzó a perder peso y se cansaba y ahogaba con facilidad. “Mis riñones no funcionan. Esta máquina es la que cumple su función, es la que me da vida”.

Una línea teñida de rojo grana sale desde su brazo izquierdo y hace un largo trayecto hasta llegar a un filtro alargado -por las letras en su exterior se puede ver que es japonés-. Otra vía, del igual color, pasa por la máquina, gira en una bomba que da 400 vueltas por minuto y regresa a su brazo.

Al menos un litro y medio de sangre -dos pintas-, salen del cuerpo durante ese trayecto. Toda la sangre debe pasar por ese proceso para ser filtrada y eliminar las toxinas y el exceso de líquidos que no se logra a través de la orina -los pacientes renales crónicos en hemodiálisis no vuelven a orinar-.

Por eso son necesarias 12 horas a la semana. De no hacerlo, las consecuencias pueden ser letales. Al dejar pasar un día el cuerpo se hincha por la retención de líquidos. Y en una semana pueden aparecer serias alteraciones cardíacas, respiratorias, sensoriales y neurológicas.

Chele, de 31 años, es parte de las cerca de 10 000 personas que pasan por esta terapia en el país. Así lo reflejan los registros de la Asociación de Pacientes Renales del Ecuador.

Su presidenta, Doris García, vivió de cerca esta realidad. Asistió a hemodiálisis durante 15 años hasta que en el 2008 accedió a un trasplante renal a través del Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social (IESS).

En ese año, la Constitución del Ecuador incluyó a la insuficiencia renal crónica en la lista de enfermedades catastróficas. En su artículo 50 dice que el Estado garantizará a todos quienes padezcan enfermedades de alta complejidad “el derecho a la atención especializada y gratuita en todos los niveles, de manera oportuna y preferente”.

“Y eso lo agradecemos infinitamente -dice García-. Antes del 2008 muchos pacientes con insuficiencia renal preferían morir en sus casas porque no tenían dinero para pagar el tratamiento. Ahora tememos que eso vuelva a suceder”.

Para cubrir el tratamiento de los pacientes renales, el Ministerio de Salud Pública (MSP) estableció convenios con centros privados, como la clínica a la que asiste Chele. El sistema público no tiene capacidad para atender toda la demanda.

Pacientes preocupados

Por estos días, en la sala donde recibe atención Víctor Chele y a la que acuden 150 pacientes derivados, se comparte una preocupación en común.

“Dicen que el Gobierno no paga hace seis meses y que pronto ya no nos podrán atender”, comenta José Sánchez, de 42 años. Él permanece recostado en un sillón esponjado durante una terapia. “Estamos angustiados. Si no nos hacemos la diálisis, ¿adónde iremos? A la tumba”, se responde Ruperto Torres, de 61 años. “Aquí nos tratan bien. Por favor, no suspendan esto, esta es nuestra vida”, pide Jorge Zamora, de 55 años, quien cumplió una condena de dos años en la Penitenciaría para ahora estar atado a un tratamiento de por vida.

El miércoles pasado, mientras ellos se preparaban para ser conectados, la ministra de Salud, Carina Vance, reconoció que hay una deuda con los 24 centros privados que atienden a pacientes renales en la zona 8 (Guayaquil, Durán y Samborondón), que llegan desde distintas provincias.

Ese día también se agilitó el pago de la deuda de mayo, como reconocieron algunos propietarios de las clínicas, y aseguró que se garantiza la atención a las personas. Pero las autoridades zonales aún no confirman cuándo cancelarán los cuatro meses restantes.Este Diario pidió información a esa Cartera el 7 de octubre. Aún se espera respuesta.

Solo en la zona 8, los centros de asistencia renal facturan USD 4,2 millones al mes por la atención de 2 600 pacientes. Cada sesión cuesta USD 112 e incluye un kit importado valorado en USD 30 (filtro, líneas y agujas), medicamentos (eritropoyetina para recuperar glóbulos rojos, el anticoagulante heparina, antihipertensivos y antidiabéticos orales) y la atención médica (enfermeras, nefrólogos, nutricionistas y psicólogos).

Chele dejó de trabajar cuando recibió el diagnóstico. Sin el convenio, dice, al igual que muchos, no podría pagar el tratamiento. En los meses cuando confirmaron su insuficiencia renal también recibió una noticia de alivio: su esposa esperaba a Keyler en su vientre. “Llegó la enfermedad y una parte de mi cura”.

El bebé, ahora de dos meses, y sus hijas Anahí y Betsabé son su impulso, su vida. “Seguiré aquí por ellos hasta alcanzar un trasplante de riñón. Estoy en una lista de espera”.

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