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¿Es posible ser candidato sin dinero? ¿Se puede “ejercer” la participación democrática sin financiamiento? ¿Puede difundirse un proyecto político cuyos auspiciantes sean pobres de solemnidad? NO. Nada de eso puede hacerse sin que detrás de los aspirantes exista un sofisticado sistema de aportaciones y enormes cantidades de recursos. No es posible pensar en campaña electoral alguna si antes no está asegurado el capital, los inversionistas, la propaganda, los afiches, las marchas y el activismo, en suma.
La empresa privada está rodeada de prejuicios, equívocos y confusiones. Se vive de ella y se prospera por ella, pero, al mismo tiempo, se la denigra y se desmerecen sus fundamentos y beneficios. Se la grava con tributos y se la controla hasta la asfixia. Se la cuestiona, pero se le exige eficiencia. Con frecuencia, se legisla contra ella, bajo la gratuita hipótesis de que el empresario es un mal sujeto, o al menos, un tipo desconfiable. Todo esto es resultado de una historia confusa en que se mezclan la tradicional dependencia del Estado desde los tiempos coloniales, el marxismo y sus sucedáneos, los socialismos de todos los colores, la doctrina social de la Iglesia y la nostalgia aquella por “las venas abiertas de América Latina”, esto es, la teoría de la culpa ajena.
Ha muerto Quino. Mafalda está intacta en nuestra memoria y, con ella, sobreviven personajes plasmados en viñetas que aluden a todos los niños del mundo y, por cierto, a nosotros, cuando teníamos libertad para hacer a pie el camino a la escuela, entablar amistades en la calle, descubrir el encanto del parque y la humildad de la acera, en esas ciudades que han desaparecido como espacios amables, vecindarios conocidos y cercanías familiares. Mafalda trae el recuerdo de los días en que los periódicos se leían en la paz del desayuno.
¿Por qué debemos obedecer? ¿Dónde radica la legitimidad del poder? ¿Cuál es el límite de la ciudadanía y dónde comienza la servidumbre? Preguntas que surgen si, desde la libertad de conciencia, se piensa en el Estado y se trata de encontrar alguna racionalidad al aparataje político, burocrático y policial en que se ha convertido.
El país vive en torno a la idea de que casi todos los aspectos de la vida social deberían someterse a votación, que en “la mitad más uno” estaría el secreto para resolver los más diversos problemas, y que tal recurso podría esclarecer la verdad y definir la bondad, la justicia y la belleza. Pero, las cosas son más complejas, y los procesos sociales más sutiles.
En las repúblicas democráticas, la sociedad civil, los partidos políticos y los intelectuales, se esfuerzan por encontrarle justificación el poder, por dotarle de legitimidad, y por explicar, con alguna dosis de ética y de racionalidad, la facultad de mandar de los “empleados del pueblo” a quienes debemos tolerar. Mientras tanto, en los estados revolucionarios y en las dictaduras que los gobiernan, la preocupación por la legitimidad desaparece y se transforma en atributo privado, personal, intransferible del caudillo o del grupo militante. El derecho pasa al patrimonio de los dictadores, quienes se escudan en un dogmatismo que excluye toda discusión. Los proyectos políticos son, entonces, caprichos personales de los iluminados, dogmas de fe.
La propaganda tiene como función lograr la adhesión irracional del público ¿pueblo? Esa adhesión no está motivada en juicios críticos; al contrario, deriva de impulsos primarios, de resortes claves que tocan el interés y el sentimiento elemental de los sujetos. Cuando el “marketing” promociona un producto o, un personaje, no se busca suscitar debates acerca de lo que ofrece. El propósito es obtener resultados inmediatos: más clientes ansiosos de comprar, más ciudadanos ansiosos de votar por la oferta política, la imagen y la sonrisa.
El Estado de Derecho, como alguien dijo, es aquel en el cual “la Constitución y las leyes están por encima de todos los jefes”. Acá ocurre al revés, los jefes acomodan el derecho a sus intereses. Los principios del Estado de Derecho son lo contrario a las jefaturas de los unos y a la servidumbre de los demás.
Que la democracia protegería las libertades; que provocaría la racionalización de la política; que elevaría el debate; que civilizaría las tácticas del poder; que inauguraría tiempos de tolerancia; que rompería las dinastías y dictaduras que apuntan a eternizarse; que haría del pueblo el protagonista y el gestor. En fin, que sería el mejor sistema para designar gobernantes y legisladores. Todas estas, y muchas más, fueron las insignias del nuevo régimen. Con ellas llegó la legitimidad de la democracia en sus épocas de gloria.
La Constitución de 2008 se aprobó por referéndum. La pregunta fundamental es: ¿los ciudadanos votaron conscientemente por tan extenso y complejo texto?, ¿fue una decisión democrática, analítica y responsable o si, como creo, casi nadie se enteró de lo que resolvía en aquel septiembre de 2008?
Casi todo el mundo es candidato a algo. Parecería que quien no lo es, no existe. Hay candidatos, claro está, a las cumbres del gobierno, pero el síndrome se ha extendido a las más humildes posiciones. La lógica electoral enfrenta, en una especie de guerra civil no declarada, a toda suerte de aspirantes a redentores y de caciques de los más remotos pueblos, que ya no miran al “otro” como persona, sino como potencial enemigo en la áspera competencia por protagonismo y poder. Es penoso que la democracia, de doctrina política ideal , haya derivado hacia su transformación en un foco de rivalidades alimentadas por los intereses y las carreras electorales de unos cuantos. En un enorme espectáculo.
Vivíamos en un mundo de básicas certezas, seguridades, referentes y creencias casi inamovibles. Vivíamos con orientaciones más o menos claras, con tareas y entusiasmos cotidianos; con trabajos y formas de ganarnos la vida. Nuestros destinos habituales, a partir de la casa, fueron la calle, la oficina, la fábrica o el campo. Caminábamos alentando una razonable confianza y, cuando ella se rompía por la violencia u otros episodios, quedábamos momentáneamente desconcertados, pero sabíamos que el retorno a lo habitual era seguro y pronto.
Quito es una ciudad sin proyecto. Es una ciudad que se pierde entre el tumulto, la informalidad, el desorden y la falta de autoridad. El centro histórico está en camino a la destrucción. La actitud de las autoridades es injustificable. La desaparición de las elites es una evidencia que dejaron los atentados de octubre y, ahora, la pandemia. Quito es una capital rara: capital sin clase dirigente.
Lo que les importa es la “popularidad” aunque sea forjada. Les importa el aplauso circunstancial, las redes sociales ocupándose de su imagen, la televisión replicando la entrevista. Les importa el halago y el sondeo; les angustia bajar puntos, les interesa la “opinión pública” siempre que haga posible su carrera, y se calle lo que no les conviene escuchar.
El Estado ecuatoriano es un fracaso. La pandemia ha puesto en evidencia la caducidad e inutilidad de muchas de sus estructuras, la falta de razón de sus razones, la ausencia de liderazgos; ha desnudado la crisis que afecta sus instituciones. Nos ha puesto a pensar que ha llegado la hora de examinar con objetividad cada una de su tareas y evaluar si pueden mantenerse como fueron concebidas, en los tiempos de prosperidad de la política, en épocas de plenitud de la demagogia, que imaginó un sistema de poder desvinculado de la sociedad, entendido como una camisa de fuerza al servicio del caudillo o del grupo dominante.
El gran depredador, soberbio, cargado de intereses, indiferente a todo lo que no sea el dinero y el poder, portador de motosierras y tractores, incendiario, enemigo de la tierra a la que explota. Ese es el hombre cuya conducta cerril supera todos los límites y rebasa cualquier justificación.
¿Es este el fin de un tiempo, agoniza una época? El mundo se para, la economía entra en receso, el Estado se ve acosado, impotente. Todos los sistemas están desbordados. Se apagan las fábricas, se vacían los almacenes. La gente, en su casa, pendiente de noticieros y mensajes. Trabajan algunos desde sus computadoras, mientras la mayoría vegeta entre la desocupación, el aburrimiento y la angustia.
La política como dogma y estilo de vida ha invadido las sociedades. Se ha convertido en la preocupación principal de la gente y ha desplazado a la religión, la economía, la familia y la cultura. Se han “politizado” todos esos ámbitos y se han transformado en dependencias del Estado. Eso explica que, para cada actividad humana, se creen ministerios, juzgados, intendencias, controles o agencias. Y se emitan cientos de reglas, caóticas, contradictorias y absurdas.
La sociedad moderna, híper conectada e informada, vive, sin embargo, entre medias verdades y mentiras; entre eufemismos y disimulos; entre chismografía y suposiciones. Vive eludiendo, callando cuando hay que hablar y gritando cuando hay que razonar. No hay debate posible, hay discrepancias radicales, prejuicios que pervierten cualquier diálogo. No hay discurso de los candidatos a todas las funciones, hay apelaciones estentóreas, arrebatos sin serenidad, ofertas sin sinceridad, condenas sin apelación.
“El vivo vive del tonto, y el tonto de su trabajo”, dicho popular que sintetiza la picardía como estilo de vida; expresión que alude a la admiración que, en no poca gente, suscita la desvergüenza y la audacia. Por ese charco atraviesa el palanqueo y la habilidad para obtener prebendas, posiciones y contratos. De ese pantano de inmoralidad surge la idea de que la política es un medio para salir de la pobreza y entrar al club de los nuevos ricos.