¿Es posible ser candidato sin dinero? ¿Se puede “ejercer” la participación democrática sin financiamiento? ¿Puede difundirse un proyecto político cuyos auspiciantes sean pobres de solemnidad? NO. Nada de eso puede hacerse sin que detrás de los aspirantes exista un sofisticado sistema de aportaciones y enormes cantidades de recursos. No es posible pensar en campaña electoral alguna si antes no está asegurado el capital, los inversionistas, la propaganda, los afiches, las marchas y el activismo, en suma.
La dependencia de la democracia electoral respecto del dinero nos coloca frente a uno de los problemas sustanciales del sistema. Y nos hace pensar que la democracia moderna no es la que se menciona en los discursos, o aquella en la que, hace siglos, pensaron sus ideólogos: un método que asegure la participación del pueblo en la designación de sus gobernantes.
Nos hace pensar que el tema de la soberanía popular, la legitimidad del mando, y el concepto mismo de la república, están viciados por la plata. La necesidad de recursos, y el núcleo del régimen -que no es el voto de la gente, sino la propaganda- genera un problema de ética pública, y suscita la gran duda de si estaremos, en realidad, frente a un método que responda a la vieja doctrina, o si nos enfrentamos a una especie de “patología política” que ha derivado en algo totalmente distinto, que nadie intuyó cuando se fundaron las repúblicas.
Nadie sospechó, en los tiempos de la ilusión democrática, que el sistema enfermaría gravemente con la epidemia de los sondeos, que iban a formar parte de una estructura científica para manipular a la gente; que la voluntad del pueblo sería, en realidad, voluntad de quienes invierten y dicen discursos. Nadie sospechó que la república iba ser el fenómeno anómalo que marca a nuestro tiempo y a nuestro mundo.
El hecho es que, si se analiza con franqueza el tema, la población -lo que llaman el pueblo- se ha reducido a una especie de telón de fondo, de materia prima sobre la cual opera, con escalofriante perfección, la propaganda y los discursos; que en las decisiones del elector inciden de modo determinante los sondeos y los mensajes de humo, y que todo eso requiere ingentes cantidades de dinero, a tal punto que quien no lo tiene, o quien se niega a engancharse en el sistema, simplemente fallece de muerte política prematura.
Cabe entonces plantearse si el fundamento del sistema es la prístina voluntad de cada ciudadano, si la legitimidad de gobiernos y legisladores, su derecho a mandar, está asociado con el consentimiento libre, o si todo está atravesado por aportes de campaña, presupuestos y sofisticados métodos de reclutamiento cada vez más distantes y extraños a la sustancia de la soberanía popular.