Lo que les importa es la “popularidad” aunque sea forjada. Les importa el aplauso circunstancial, las redes sociales ocupándose de su imagen, la televisión replicando la entrevista. Les importa el halago y el sondeo; les angustia bajar puntos, les interesa la “opinión pública” siempre que haga posible su carrera, y se calle lo que no les conviene escuchar.
Importa la sonrisa falsa, el abrazo ficticio, el gesto napoleónico aunque sea ridículo. Importa el ademán olímpico. Importa el dramatismo, y no la reflexión. Les atormenta lo que el “pueblo” diga en las encuestas, porque la única ideología es la del “marketing”, porque no hay doctrina.
Hay imagen. Es útil mirar la prensa, la TV y las redes; ese ejercicio confirma que, para hacer carrera política, no es necesario tener razón, ni ser coherente. No. Lo que importa es la “llegada” y la capacidad de hablar. Para triunfar, hay que ser charlatán. No hay que ser razonable ni ilustrado. Hay que ser demagogo, y tener talento para ofrecer, capacidad para olvidar y empujar hasta el infinito las esperanzas de la gente.
Si eso es lo que les importa, entonces, ¿cómo funciona la representatividad? El voto es un acertijo. Se vota por el plan electoral y no por el programa de gobierno. Se vota por la cara y la sonrisa, se vota porque el candidato llegó al barrio, abrazó a cualquier vecino, o le llamó por su nombre. Y entonces, ¿qué y a quién representa el personaje, qué significa su discurso? Palabras al viento, ademanes que se evaporan. Representa lo que dijo en la campaña, lo que bailó en la fiesta, lo que gritó en la arenga.
Los personajes que llegan al poder, ¿con qué agenda se legitiman? ¿Representan a sus electores, traducen sus preocupaciones, legislan con sabiduría? ¿Cómo entender un sistema basado en el mercadeo de imágenes, en la venta de sonrisas, en la propaganda?
Hay una distancia inaceptable entre lo que el personaje pregona en la campaña, y lo que hace desde el poder.
Hay que eliminar esa distancia para devolverle legitimidad a la democracia, para hacer de la república un espacio de posibilidades reales, para imponer la verdad como estilo, para hablar de lo “políticamente incorrecto” y meterse con lo impopular. Y perder, claro. Perder, pero inaugurar una pedagogía política diferente, una oposición sustentada en la verdad, y así establecer una democracia de racionalidades, que derogue el sistema electoral hecho de pasiones, intereses, rencores y mentiras.
Hay que empezar a hablar del derecho a la verdad. Hay que condenar la perversión de los populistas y de todos sus imitadores. Hay que denunciar la falsificación de la democracia convertida en un enorme desfile de candidatos, todos apostando a sus carreras electorales, y ¿a qué más?.