En las repúblicas democráticas, la sociedad civil, los partidos políticos y los intelectuales, se esfuerzan por encontrarle justificación el poder, por dotarle de legitimidad, y por explicar, con alguna dosis de ética y de racionalidad, la facultad de mandar de los “empleados del pueblo” a quienes debemos tolerar. Mientras tanto, en los estados revolucionarios y en las dictaduras que los gobiernan, la preocupación por la legitimidad desaparece y se transforma en atributo privado, personal, intransferible del caudillo o del grupo militante. El derecho pasa al patrimonio de los dictadores, quienes se escudan en un dogmatismo que excluye toda discusión. Los proyectos políticos son, entonces, caprichos personales de los iluminados, dogmas de fe.
Los revolucionarios de todos los signos y los caudillos transformados en seres superiores, sin más argumento que la fuerza que ostentan y la soberbia que destilan, se han convencido de que tienen “derecho” a mandar, a someter la gente a las verdades reveladas de las que es propietario el grupo militante. Ya no se discute el título en función del cual ejercen el poder. Ya no es posible poner en duda la legitimidad y los límites del gobierno. Y si alguna preocupación surge en torno a tal tema, la respuesta no se hace esperar: la “revolución” es sagrada, proviene de una especie de revelación. Quien la cuestiona es traidor a la causa, enemigo del proyecto y reo del delito de lesa patria. Con semejante estrategia, tanto los gestores de las revoluciones, como la enorme burocracia que generan, quedan blindados, protegidos contra todo escrutinio.
Hay preguntas que quedan latentes, sin embargo: ¿Tienen derechos estos revolucionarios? ¿Nace algún título irrevocable de los triunfos populistas que provienen del engaño y el encantamiento a un pueblo transformado en público espectador? ¿Le asiste legitimidad incuestionable al caudillo, puede imponer “su proyecto” sin límites?
El expresidente Correa, condenado por corrupción, en entrevista en la prensa internacional, se queja de que la sentencia y su exclusión de la actividad política, ha arruinado “su proyecto personal”. Este despropósito pone en evidencia la idea de que esta clase de caudillos consideran a sus países como fundos propios, o como laboratorios en donde pueden hacer los ensayos que les dicta su capricho y que inspira su ideología, o su simple discurso.
Aquí, efectivamente, ocurrió que, con la complicidad de innumerables personajes, el caudillo adelantó el “proyecto”, hizo dictar una constitución como su traje a la medida, y asumió que el país estaba al servicio de sus ideas. ¿Y la democracia, y la posibilidad de disentir, y la responsabilidad política? Pues, nada de eso cabe en este concepto de “propiedad privada del poder.