¿Por qué debemos obedecer? ¿Dónde radica la legitimidad del poder? ¿Cuál es el límite de la ciudadanía y dónde comienza la servidumbre? Preguntas que surgen si, desde la libertad de conciencia, se piensa en el Estado y se trata de encontrar alguna racionalidad al aparataje político, burocrático y policial en que se ha convertido.
El poder consiste en la capacidad de que los demás hagan lo que una persona u organización ordena. El poder implica expropiación de la libertad y enajenación de la capacidad de decidir. Supone sumisión, y por eso necesita justificación moral y jurídica plenas. Necesita “legitimidad”, es decir, explicación racional de la necesidad del mando, convicción, sustento que rebasa el texto la ley, y que excede del miedo a la coacción, que es la elegante presentación de la fuerza.
Las doctrinas políticas son el esfuerzo por encontrarle sentido y justificación al poder y a la otra cara de la medalla: la obediencia. Son, a veces, dogma con pretensiones de razón. Son, también, discurso que encanta y amenaza que asusta. Son la incansable búsqueda de fundamento. Y en esa búsqueda, la humanidad ha agotado la imaginación y ha planteado desde la explicación divina hasta la mágica, la revolucionaria y la racional, la utilitaria y la sentimental.
La democracia no es sino una explicación, un argumento para dignificar el hecho de someterse. Pero esa dignificación es vana si a ella no le acompaña un sistema de reglas que se conoce como “régimen de Derecho”. Y esto porque incluso la democracia puede convertirse en dictadura multitudinaria o en despotismo de mayorías.
Por eso, no es simple detalle jurídico que el poder deba traducirse en “Estado de Derecho”: sistema de facultades revocables sujetas a las leyes, jefaturas obedientes a la Constitución, fuerza sometida a la razón. Solo así se logra que los ciudadanos sean quienes, en verdad, gobiernen, y que la “autoridad” sea lo que la palabra significa: “poder autorizado”, conjunto de atribuciones otorgadas al gobernante a través de la ley, concesión de la comunidad, y no propiedad de caudillos ni de partidos.
Ortega y Gasset decía que el “Estado es el principal problema”, problema en sí mismo, porque tiene que justificarse y ser útil, ya que solo la utilidad social legitima su existencia. El Estado no es solución, es conflicto necesario, pero conflicto, de allí que deba ser mínimo, limitado y responsable. Por todo esto, no hay razón que justifique la supresión, en la Constitución de 2008, de la idea de “Estado de Derecho”.
¿Pensaron los asambleístas que ese concepto va más allá de la antipatía a una doctrina y mucho más allá de las palabras? No sé si pensaron. O si la idea era condicionar la vida a un proyecto autoritario y someterla a jefaturas y caudillismos.