Que la democracia protegería las libertades; que provocaría la racionalización de la política; que elevaría el debate; que civilizaría las tácticas del poder; que inauguraría tiempos de tolerancia; que rompería las dinastías y dictaduras que apuntan a eternizarse; que haría del pueblo el protagonista y el gestor. En fin, que sería el mejor sistema para designar gobernantes y legisladores. Todas estas, y muchas más, fueron las insignias del nuevo régimen. Con ellas llegó la legitimidad de la democracia en sus épocas de gloria.
Estamos asistiendo a la decadencia de la democracia representativa en la sociedad de las masas y el tumulto, al declive de lo que fue una ruta hacia la esperanza. Estamos asistiendo a fenómenos que han mediatizado la República, que han hecho del debate un circo y de la propaganda el nuevo catecismo. El declive de la democracia no es asunto circunstancial, ni episodio pasajero. Es un problema de fondo sobre el cual hay que pensar más allá de las elecciones, porque, aquí y en todas partes, están en entredicho la representatividad de gobernantes y legisladores, la legitimidad de las mayorías, la eficacia del voto. Está en cuestión el derecho a mandar a gente en la que crece la indignación y la desconfianza. Está en entredicho el poder, y al estarlo, las instituciones pierden piso y comienzan a asomar las fisuras que advierten la decrepitud a la que se ha conducido a la República.
Defender el sistema haciéndose de la vista gorda de los dramas que le aquejan, sería imperdonable irresponsabilidad. Si se cree en la democracia, hay que poner por delante sus defectos y señalar con franqueza las epidemias que sobre ella han traído la propaganda, las empresas electorales, su perverso dinero y el populismo. Hay que discutir el declive de los partidos, el crecimiento del personalismo y el tumulto de los “movimientos sociales”, y por cierto, la agonía de las instituciones. Hay que asumir que los postulados que algún día fueron sacrosantos, hoy suenan a hueco, a mentiras convenidas, a disimulos pactados. Lo demás, los lugares comunes y la literatura de folletín, son máscaras para encubrir la devaluación del sistema.
Entretenidos en elegir entre miles de aspirantes a redentores, agobiados por campañas, abrumados por la corrupción, la desvergüenza y el escándalo, asistimos impávidos a lo que puede ser el final de la república entendida como espacio de racionalidad política.
La fatiga política, la falta de ideas y el desierto de debates son síntomas de lo que afirmo. Incómodo será aceptar que tras los bombos y platillos de los que ganan, y el despecho de los que pierden, se oculta algo más grave: que la “civilización del espectáculo” y la corrupción están liquidando lo que fue firme referente de la libertad.